Hay una interpretación común, y admito que es comprensible de alguna manera, que ve la trilogía del Señor de los Anillos de Tolkien como una celebración de las virtudes de la Comarca, ese pueblecito donde los hobbits viven en medio de una apacible domesticidad. Ordenados, limpios agujeros hobbit, llenos de muebles confortables, delicados juegos de té y acogedoras chimeneas, esta lectura pretende evocar las gracias de la “vieja y feliz Inglaterra” que existió antes del auge de la modernidad y el capitalismo. Como dije, sin duda hay algo de verdadero en todo esto, pues Tolkien, junto con C.S. Lewis y otros miembros de los Inklings, sentía un auténtico disgusto por los excesos del mundo moderno.
Sin embargo, estoy convencido de que ver las cosas así nos lleva a perder de vista lo más importante. Pues el último propósito del Señor de los Anillos no es el de celebrar la domesticidad sino el de desafiarla. No se supone que Bilbo y Frodo deban apoltronarse en sus sillas, sino más bien levantarse hacia la aventura. Solo cuando dejan atrás las comodidades de la Comarca y se enfrentan a orcos, dragones, trasgos y finalmente derrotan al mal, se encuentran realmente a sí mismos. Sin duda muestran algunas de las virtudes que cultivaron en la Comarca, pero descubren que esas cualidades no sirven para escurrirse y protegerse, sino que sobre todo se despliegan para transformar un ambiente hostil.
Sucede algo parecido al interpretar a G.K. Chesterton. Sus historias, novelas y ensayos pueden ser leídos como una apreciación nostálgica de una Inglaterra romántica que se fue con el viento, pero una mirada más cerca a este hombre nos muestra lo falaz de esta hermenéutica simplista. Aunque disfrutaba de la vida con su esposa en su casa de campo en Beaconsfield, Chesterton era un londinense de corazón, un asiduo de las tabernas de Fleet Street, donde se codeaba con los periodistas de moda, políticos y los expertos en cultura del momento. Amaba reír y discutir, incluso con los más amargos críticos de la religión que amaba. Es bien conocido que, en el curso de varios años, viajó por todo el país debatiendo al ateo más famoso de su tiempo, su buen amigo G.B. Shaw, con quien normalmente compartía una pinta después de sus apariciones conjuntas. El punto es que Chesterton no escondía su catolicismo; lo proyectó cara a la sociedad como un barco que navega mar adentro.
Paul Tillich era un callado y serio estudiante de teología luterana, preparándose para una vida como predicador, cuando fue llamado a servir como capellán en el ejército alemán durante la primera guerra mundial. A lo largo de cinco años, el joven vio lo peor de la pelea y la muerte. Le dijo a su mujer en una de sus cartas que era como atestiguar el colapso del mundo entero. Al despertar de esa terrible experiencia, buscó una nueva forma de articular la fe cristiana clásica para el siglo XX, es decir, para gente cuyo mundo se había caído en pedazos. Sí, pasó muchas horas entre sus libros, agazapado estudiando la gran tradición cristiana, pero insistió que en última instancia la labor del teólogo es la de salir al encuentro de la cultura “mit kingendem Spiel”, lo que significa, a grandes rasgos, “con bombos y platillos”. Como su colega Karl Barth, que dijo que los cristianos no debían nunca agacharse defensivamente “detrás de murallas chinas”, Tilich pensaba que los creyentes en Cristo debían encontrarse con la cultura de frente.
Esta actitud general está presente desde los comienzos del cristianismo. Desde el momento en que el Señor dio el gran mandato de “ir y predicar el Evangelio a todas las naciones”, sus discípulos entendieron que la fe cristiana era misionera por naturaleza. Aunque exhibe dimensiones contemplativas y místicas, es, de corazón, una fe en movimiento, una que sale. Es fascinante que el Espíritu Santo se manifestara por primera vez en el corazón de una ciudad, y que la gran figura de los tiempos apostólicos, Pablo de Tarso, fuera un citadino que se sentía en casa en las calles de Antioquía, Corinto, Atenas y Roma.
Es por ello que tengo un particular afecto por YouTube, en cuyos foros soy frecuentemente fustigado y atacado, y por Reddit, donde laicistas, agnósticos y ateos están felices de decirme lo estúpido que soy. Bien, ¿por qué no? Chesterton sufrió cosas peores en los bares de Fleet Street; Pablo se encontró con una oposición más violenta allí donde fuera; Frodo y Bilbo miraron dentro del abismo. Bien. Los cristianos no se quedan en agujeros de Hobbit, ¡sino que salen hacia la aventura mit klingendem Spiel!