Tal vez hayas oído la extraordinaria historia de John Chau, el joven misionero cristiano que trató de llevar el Evangelio a la isla Sentinel del Norte, donde vive una de las más remotas y aisladas comunidades del mundo, y quien, por su esfuerzo, fue asesinado incluso antes de cruzar la playa. Su labor ha suscitado una gran variedad de reacciones—rabia, asombro, simpatía, profunda admiración—y ha excitado en muchas personas, religiosas o no, preguntas sobre la naturaleza misionera del cristianismo.
Para sus críticos, Chau no solo era temerario sino también culturalmente insensible e imperialista, tratando de imponer una doctrina y un estilo de vida en un pueblo que no tenía interés en él. Nos ha recordado, dicen sus detractores, el peor periodo de la era cristiana de misiones, durante el cual la fe fue introducida a punta de bayoneta y con cañoneros y ejércitos de ambiciosos colonizadores en la retaguardia. ¿No habían las religiones decidido abstenerse de esta agresividad y dado paso a la tolerancia y a la diversidad? Incluso algunos cristianos que compartían su celo misionero cuestionaron la prudencia de sus métodos.
Me enteré de paso sobre la aventura de John Chau cuando me encontré con un largo artículo del New York Times que la contextualizaba extensamente. La misión a Sentinel del Norte no era una broma, ni tampoco se decidió al calor del momento. Chau conoció por primera vez a los habitantes de esta isla en el Océano Índico cuando estaba en la secundaria. Una anomalía para el siglo veintiuno, pues la gente de Sentinel del Norte se ha mantenido prácticamente inconexa con el resto del mundo, viviendo todavía acorde con costumbres de diez mil años de antigüedad, y exhibiendo comportamientos agresivos frente a visitantes que, por casualidad o deliberadamente, arribaban a sus costas. Encendido por el llamado de Cristo a llevar el Evangelio incluso hasta los confines de la tierra, Chau decidió aventurarse a este lugar peligroso y primitivo.
Por varios años, se preparó cuidadosamente por medio de un estudio cultural y lingüístico, con ejercicio y con disciplina espiritual. Su mayor deseo era el de establecer una comunidad cristiana en Sentinel del Norte y traducir la Biblia a la lengua de esa gente. Al acercarse el día del desembarco, se llenó de temor—lo sabemos por un pequeño diario que llevaba—pero siguió adelante. Llegó a la orilla usando solo un par de shorts negros, convencido que dicha prenda les parecería menos amenazadora a los nativos, pero al cabo de pocos minutos, fue asesinado en medio de una lluvia de flechas. Más tarde, algunos pescadores vieron a los isleños arrastrando el cuerpo del misionero con una cuerda.
De nuevo, me doy cuenta de que incluso el mayor simpatizante pueda estar tentado a ver esto simplemente como una vida desperdiciada, una debacle nacida de la ingenuidad y del celo estúpido. Y aun así, Jesús les ordenó a sus discípulos llevar el Evangelio a cada nación. De hecho, fue su último mandamiento. Y la Iglesia cristiana ha honrado a sus misioneros a lo largo de los siglos, de San Pablo a San Patricio a San Francisco Javier y al Dr. Livingstone. Le ofrece un homenaje particular a aquellos valientes espíritus que llevaron la fe a un territorio por primera vez y que se encontraron, normalmente, con una enorme e incluso letal oposición. Piensa, por poner un ejemplo, en el gran San Isaac Jogues, un misionero jesuita francés del siglo diecisiete que llegó a Norte América y al que le cortaron los dedos aquellos que trataba de evangelizar, y que fue martirizado en una misión subsecuente. Cuando oí de la historia de Johan Chau, me vino inmediatamente a la mente la gran película La Misión, que es la historia ficticia del contacto de un jesuita con tribus guaraníes de Sudamérica. ¿Quién puede olvidar las escenas que muestran al Padre Gabriel, representado por Jeremy Irons, subiendo la escarpada pared de una cascada para llegar a la planicie donde habitaban los guaraníes? Una vez que venció este obstáculo, el misionero se vio enfrente de un grupo de nativos, al principio curiosos, luego hostiles, y finalmente encantados por su habilidad para tocar la flauta. Parte de lo que hace esta escena una escena memorable es la certeza de que las cosas podrían fácilmente haber salido diferentes para el padre Gabriel, y haber sido asesinado de una manera que nos recordara a John Chau. Mi punto es que el cristianismo es una religión misionera y que los cristianos, a lo largo de los siglos, han estado dispuestos a arriesgarlo todo para poder llevar el Evangelio de Cristo a todos los que no lo conocen. ¿Ha estado este esfuerzo frecuentemente comprometido por su asociación con el imperialismo y la agresión cultural? Absolutamente. Pero eso no dice nada en contra del coraje y el celo de aquellos que evangelizan.
Pero incluso si concedemos que hay una justificación para la misión de John Chau, ¿no deberíamos admitir que fue un trágico fallo, un desacierto? No lo creo. La Madre Teresa comentó que el Señor no nos pide que seamos exitosos, sino que seamos fieles. ¿Fue fiel el joven Chau? Es difícil negarlo. ¿Debería su éxito ser medido, no tanto en términos de conversos, sino más bien por el testimonio ofrecido? ¿Y acaso era un avatar de la intolerancia de Occidente? No lo sé: ¿un chico que transita por la costa, desarmado, usando un par de shorts y llevando solo su Biblia? Digan lo que quieran sobre prudencia. Yo hablaré de él con honor.