Amigos, en el Evangelio de hoy, Jesús dice a sus discípulos, “Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre”.
Muchos movimientos místicos y filosofías del mundo antiguo —el platonismo y el gnosticismo vienen rápido a la mente— hablaban de Dios o de lo sagrado, pero hablaban de ello como una fuerza, un valor o una fuente ontológica. Es algo impersonal e infinitamente alejado del mundo de la experiencia cotidiana. Estas escuelas antiguas encuentran eco en muchas teologías modernas y contemporáneas. Pensemos en el deísmo, que fue tan influyente en los fundadores de los Estados Unidos, o incluso en la filosofía New Age de nuestro tiempo. Estos hablan de un principio o poder “divino”, pero uno nunca soñaría con dirigirse a una fuerza como “tú” o entablar una conversación íntima con ella.
Luego está la Biblia. Las Escrituras obviamente presentan a Dios como un Creador abrumador, trascendente, incontrolable e inescrutable de los cielos y la tierra, pero insisten en que este poder sublime y aterrador es una persona que se digna hablarnos, guiarnos e invitarnos a entrar en su vida.
Al hacer esa afirmación, que ya no llamaba servidores a sus discípulos, sino amigos, Jesús da vuelta toda filosofía religiosa y misticismo.
