Amigos, el Evangelio de hoy nos cuenta la conocida historia de María y José encontrando al niño Jesús, de doce años, en el Templo. Cuando lo ven – con comprensible exasperación – le reprochan: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así?” Pero Jesús responde, “¿No sabías que debo estar en la casa de mi Padre?”
La historia transmite una verdad que va en contra de nuestras propias sensibilidades: es que incluso las más poderosas emociones familiares deben, en última instancia, dar paso a la misión. Aunque haya sentido un gran tirón en la dirección opuesta, María dejó ir a su hijo, permitiéndole encontrar su vocación en el Templo. Un sentimiento legítimo se convierte en sentimentalismo precisamente cuando trata de reemplazar el llamado de Dios.
En la lectura bíblica, la familia es, ante todo, un foro donde tanto padres como hijos pueden discernir sus misiones. Es perfectamente bueno, por supuesto, cultivar lazos profundos y emociones intensas dentro de la familia, pero esas relaciones y pasiones deben ceder cuando hay algo que es más fundamental, más duradero, más centrado espiritualmente.
La paradoja es esta: precisamente en la medida en que todos en una familia se centran en el llamado de Dios a los demás, la familia se vuelve más llena de amor y paz.