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Amigos, hoy en el Evangelio Jesús nos describe la naturaleza de Su misión: “Si, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”.

En Su pasión por arreglar un universo desarticulado, Dios abrió Su propio corazón dispuesto al amor. El Padre no solo envía un representante sino a Su propio Hijo a este mundo disfuncional, para que pueda reunir al mundo en la dicha de la vida divina. Lo central de Dios —el amor entre el Padre y el Hijo— ahora se ofrece como nuestro centro; el corazón de Dios se abre para incluir incluso a los peores y más desesperados de entre nosotros.

En muchas tradiciones espirituales el énfasis se pone en la búsqueda humana de Dios. Pero esto se invierte en el cristianismo. Los cristianos no creen que Dios esté tontamente “allá afuera”, como una montaña esperando ser escalada por exploradores religiosos. Al contrario, como el sabueso del Cielo del poema de Francis Thompson, Dios viene incansablemente a buscarnos.

Por este amor divino que nos busca y se entrega totalmente es que nos hacemos amigos de Dios, y participamos en la comunión de la Trinidad.