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Amigos, lo central del Evangelio de hoy es la limpieza del templo. Jesús entra al gran templo de Jerusalén —que para un judío de esa época era todo— y comienza a “expulsar a los que vendían y compraban allí”. Precisamente porque se suponía que el templo era muy sagrado, Jesús se queda pasmado ante lo que veía suceder y cómo el comercio tenía un lugar dominante.

Desde los primeros días, los escritores cristianos y maestros espirituales vieron al Templo como un símbolo de la persona humana. De hecho, ¿no se refiere el mismo San Pablo al cuerpo como un templo del Espíritu Santo? Tú mismo estás destinado a ser un templo donde mora el Espíritu de Dios y donde la oración y comunión con Dios es lo central.

Pero ¿qué nos pasa a nosotros los pecadores? Dejamos entrar a los cambistas y los comerciantes. Lo que se supone es un lugar de oración se convierte en una cueva de ladrones. Y entonces el Señor debe hacer en nosotros ahora lo que hizo en el Templo en aquella ocasión: una pequeña limpieza de la casa. ¿En qué condiciones está el templo de tu alma? Supongamos que Jesús haya hecho un látigo de cuerdas, anudado con los Diez Mandamientos. ¿Qué debería limpiar en tí?