Please ensure Javascript is enabled for purposes of website accessibility
Christ

Jesús, nuestro amigo más sabio y verdadero

April 22, 2025

Compartir

En su Summa theologiae, Santo Tomás de Aquino enseña que Cristo es “nuestro amigo más sabio y verdadero.” El Señor, por su parte, nos dice en Juan 15, 15:

En adelante, ya no los llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora los llamaré amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí a mi Padre.

¿Cómo es la amistad con Cristo? ¿Cómo debemos entender su amistad? Podemos empezar considerando la amistad en general. Toda amistad tiene dos características importantes:

  1. Los amigos hacen cosas juntos.
  2. Los amigos se alegran en la compañía del uno al otro.

Para decirlo de forma más formal, los amigos se deleitan en una actividad común o compartida, y se alegran en la comunión mutua. Si Cristo el Señor nos llama amigos, significa que nos permite hacer algo con él (es decir, que compartimos alguna actividad con él) y también que compartimos comunión (o, para usar la palabra del Evangelio de Juan, que permanecemos) con él. Como nuestro amigo más sabio, la obra que comparte con nosotros sería la más grande que podamos imaginar, y su compañía sería sumamente bendecida, ya que él es el Hijo de Dios encarnado, el Verbo Eterno hecho carne.

En pocas palabras, la teología católica denomina “mérito” a la obra que Cristo nos llama a compartir con él en amistad. Primero, consideraremos el mérito a la luz de la amistad de Cristo. A continuación, consideraremos la amistad de Cristo y su presencia eucarística, ya que es a través de la Eucaristía que cumple su promesa de permanecer con su Iglesia.

La amistad con Cristo y el mérito

La palabra “mérito” se convirtió en un término de moda en el catolicismo, especialmente después de la Reforma Protestante, que negó claramente cualquier posibilidad de mérito por parte de los seres humanos. Sin embargo, el mérito sigue siendo un concepto clave en la Iglesia Católica. En la Misa, por ejemplo, el “mérito” aparece con frecuencia y siempre está conectado a la vida eterna. Algunos ejemplos de las oraciones del Tiempo Ordinario:

  • Una de las oraciones después de la comunión pide a Dios que “merezcamos entrar en el reino de los cielos.”
  • Una de las oraciones colectas pide que “merezcamos entrar en posesión de la herencia que nos tienes prometida.”
  • Otra oración después de la comunión pide que “merezcamos gozar de su compañía en el cielo.”
  • Las palabras finales de la Plegaria Eucarística II piden a Dios Padre que, junto con María, la Virgen Madre de Dios, San José y todos los apóstoles y santos, “merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas.”

¿Por qué la palabra “mérito” aparece tan frecuentemente en la Misa? Para nuestros hermanos protestantes, puede parecer que los católicos creemos que podemos “ganar” la entrada al cielo. Sin embargo, la Biblia es clara: la única manera de entrar al cielo es a través de Jesús. Solo él es la puerta (Juan 10, 7). Solo él es el camino, la verdad y la vida (Juan 14, 6), y nadie puede llegar hasta el Padre sino por él. De ninguna manera, entonces, podemos “ganarnos” el cielo ni el amor ni el favor de Dios. Además, en 1 Timoteo 2, 5 leemos: “Porque Dios es único, como único es también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo.” Si hay un solo “mediador,” ¿cómo podemos orar tan frecuentemente en la Misa para merecer la vida eterna?

Esta pregunta puede responderse de maneras diversas. Para empezar, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma:

Frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito por parte del hombre. Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador.

Es decir, por sí solos, los seres humanos no pueden merecer nada de Dios, y mucho menos la gracia de la salvación eterna. El mérito, pues, debe entenderse en un sentido limitado. Es una realidad cristocéntrica, inseparable de la obra de Cristo en la cruz, y solo es posible porque Cristo nos invita a participar en esta obra: El Catecismo así lo afirma cuando, basándose en la enseñanza del Concilio de Trento, continúa:

El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia.

Los debates sobre la naturaleza del mérito pueden parecer bastante arcanos y técnicos. Sin embargo, la mejor manera de comprender este tema es a través de nuestra amistad con el Señor. Cristo nos llama sus amigos, y los amigos hacen cosas juntos. Como nuestro mayor y más verdadero amigo, Cristo ciertamente nos salva, pero no lo hace de una manera que excluya nuestra participación en su sacrificio. Más bien, como amigo nuestro, él quiere incluirnos en su gran obra de redención.

El teólogo católico Christopher Malloy ha dedicado numerosas páginas a la enseñanza de Santo Tomás de Aquino sobre la amistad. En un pasaje particularmente resplandeciente, Malloy explica cómo nuestra amistad con Cristo significa que el Señor nos permite participar en su gran obra redentora — en una palabra, cómo Cristo nos permite merecer la vida eterna. Malloy escribe:

En su tratamiento de la satisfacción de Cristo por el pecado, Tomás de Aquino acentúa las profundidades de la misericordia. Claramente, Dios muestra su compasión por nosotros al enviar a su Hijo a morir por nuestra salvación, quien carga con nuestros dolores. Sin embargo, este sufrimiento no es sustitutivo, sino incluyente. Sufriendo solo en su acto redentor, Cristo obra para despertar el amor en nosotros. Nosotros, a su vez, sufrimos con Él, quien nos ha hecho sus amigos. Al sufrir con Él, participamos de la redención (subjetiva). La misericordia de Cristo se extiende hasta el punto de permitirnos pagar con Él mediante el sufrimiento por amor a Aquel que sufrió.

Los amigos hacen cosas juntos. Su sacrificio despierta el amor en nosotros, y el Señor se deleita cuando tomamos nuestra cruz cada día con él (ver Lucas 9, 23). Pensemos en las palabras de Romanos 8, 17, donde San Pablo escribe: “Padezcamos con él, para ser luego glorificados con él.” Exactamente. Los amigos hacen cosas juntos, y el Señor invita y hace posible nuestro sufrimiento con él, y esto es lo que significa “mérito.” Solo es posible a través de Cristo, nuestro amigo. Pensemos en un padre que con amor deja que su hijo pequeño se siente en su regazo y “conduzca” el carro. Sin embargo, a diferencia de ese ejemplo, nuestra participación en la cruz de Cristo es un acto verdadero y real, en unión con nuestro amigo, quien nos llama también a compartir la gloria de su reino eterno.

La amistad con Cristo y su presencia eucarística

Reflexionemos ahora sobre la segunda característica de la amistad: la presencia corporal que desean los amigos. Esta segunda característica de nuestra amistad con Cristo se materializa en la Eucaristía —la presencia real y sacramental del Señor— para nosotros, sus amigos.

El rasgo más característico de la amistad, según el filósofo Aristóteles, es el deseo de los amigos de estar en compañía del uno al otro. Él definió la amistad, de hecho, usando la palabra griega koinonia, que significa la compañía, el compartir, la comunión. San Pablo usaría esta misma palabra en 1 Cor 1, 9 para describir la relación entre Jesús y los miembros de la Iglesia: “Dios es fiel, y por él fueron llamado a la comunión (koinonia) con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor.” Los amigos se alegran en la compañía del uno al otro.

No nos privaría de su presencia corporal incluso en esta vida, sino que desde ahora nos une a sí mismo en la Eucaristía, para que podamos vivir juntos físicamente mientras hacemos nuestra peregrinación en el mundo.

El deseo de los amigos estar juntos es un deseo de presencia física y corporal. El amor busca la presencia real —no la presencia virtual— de la persona amada. Es decir, la amistad no se satisface simplemente con la plática mediada por una pantalla electrónica. Tampoco bastará una presencia simbólica. Los seres humanos son personas encarnadas; por lo tanto, nuestros encuentros más reales y auténticos deben involucrar la presencia corporal entre nosotros.

Sabemos que esto es cierto cuando hablamos de “relaciones a larga distancia”. El amor sufre por la separación y anhela reunirse físicamente. Las cartas, las llamadas telefónicas, las videollamadas, etc., pueden mitigar temporalmente la tristeza de la separación física, pero no pueden sustituirla. Sabemos esto cuando, por ejemplo, contemplamos la alegría de un soldado que finalmente se reencuentra con su familia después de una separación larga. Sus lágrimas dan testimonio de la insustituibilidad de la presencia real, corporal. Los amigos se alegran en la compañía mutua.

Teólogo sacramental P. Dominic Langevin, OP, escribió un ensayo maravilloso durante la pandemia de COVID en el que apeló a la naturaleza encarnada de los seres humanos y a nuestro deseo de presencia corporal entre nosotros, para aclarar que los sustitutos electrónicos, aunque convenientes, nunca pueden reemplazar la presencia corporal. Él observa:

La comunicación electrónica no es suficiente. Y hay una razón por la que aquellos que ven la misa por televisión saben que no es lo mismo que asistir físicamente a ella. Por eso anhelan volver a la iglesia. La Eucaristía en la pantalla no es la Presencia Real. Los seres humanos somos físicos. La salvación y la comunión cristianas también son físicas.

Esta idea es central para la Misa y para la Eucaristía. Santo Tomás de Aquino considera la definición de la amistad de Aristóteles como un medio para explicar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El amor de Cristo por nosotros es tan grande, dice Santo Tomás, que no nos privaría de su presencia corporal incluso en esta vida, sino que desde ahora nos une a sí mismo en la Eucaristía, para que podamos vivir juntos físicamente mientras hacemos nuestra peregrinación en el mundo. Santo Tomás enseña:

En segundo lugar, esto pertenece al amor de Cristo, del cual, para nuestra salvación, asumió un verdadero cuerpo de nuestra naturaleza. Y como la característica especial de la amistad es vivir juntos con amigos, como dice el Filósofo . . . nos promete su presencia corporal como recompensa, diciendo (Mateo 24:28): Donde esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas.” Sin embargo, mientras tanto, en nuestra peregrinación, no nos priva de su presencia corporal, sino que nos une a sí mismo en este sacramento mediante la verdad de su cuerpo y su sangre. Por eso (Juan 6:57) dice: El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Por lo tanto, este sacramento es el signo de la caridad suprema y el que eleva nuestra esperanza, desde esta unión familiar de Cristo con nosotros.

Es exactamente esta presencia física, esta comunión corporal, que la Eucaristía es y hace posible. Cuando Cristo está presente para nosotros en la Eucaristía, no está presente virtual ni simbólicamente. Está presente sacramentalmente, es decir, todo su ser está realmente presente: cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las formas del pan y el vino. El Señor viene para ser nuestro mejor y más verdadero amigo, no virtualmente, sino realmente, verdaderamente, físicamente, corporalmente. El Señor viene a nosotros como nuestro mejor y más fiel amigo, no virtual ni simbólicamente, sino real, verdaderamente, física y corporalmente. Cristo quiere permanecer con nosotros, y los amigos se alegran en la compañía del uno al otro.

La Presencia Real y sacramental de Cristo, nuestro amigo, en la Eucaristía permite a la Iglesia leer con fe sencilla y clara el lenguaje del “permanecer” del Evangelio de Juan. Entre los numerosos versículos se encuentran los siguientes:

  • Juan 6, 56 El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él.
  • Juan 15, 4 Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como un sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco ustedes si no permanecen en mí.
  • Juan 15, 5 Yo soy la vida, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése dará mucho fruto, porque separados de mí nada pueden hacer.
  • Juan 15, 9-10 Como el Padre me ama, así también yo los amo. Permanezcan en mi amor. Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.

En la Eucaristía, Cristo permanece con nosotros porque es nuestro amigo más sabio y fiel. En su presencia, incluso hoy, nos alegramos, porque los amigos se alegran en la compañía del uno al otro.