He regresado recién del Magnífico Congreso Eucarístico Nacional en Indianápolis. Puedo decir sinceramente, que esos días fueron para mí uno de los mejores momentos en mis treinta y ocho años como sacerdote. Ver más de 50.000 fieles laicos, miles de sacerdotes, más de 150 obispos, huestes de religiosos vistiendo sus hábitos (tanto hombres como mujeres) y cientos de seminaristas todos juntos para celebrar y contemplar a su Señor Eucarístico fue espléndido y más allá de lo imaginable. He hablado ante grandes multitudes —incluyendo veintiséis mil en un estadio en Cracovia para la Jornada Mundial de la Juventud y diez mil en el Centro de Convenciones de Anaheim para el Congreso de Los Ángeles— pero nunca había estado frente a 50.000. La experiencia fue apabullante. Pero la parte más emotiva para mí, en la celebración en Indianápolis, fue la procesión pública en la tarde del sábado. Cuando miles y miles de obispos, sacerdotes, monjas y seminaristas marcharon por las calles del centro de la ciudad, alentados por miles y miles de fieles laicos —formando parte todos de esta gran procesión simbólica en honor de Jesús Sacramentado. ¿Podré alguna vez olvidar el silencio que se extendió sobre la multitud en el parque del centro de Indianápolis cuando, luego de la procesión festiva, nos arrodillamos todos para venerar al Señor y recibir su bendición?
¿Qué hizo que este evento fuera tan exitoso? Podríamos hablar, por supuesto, de la dedicación y la inteligencia de la miríada de gente que se encargó de la logística y planeamiento. Podríamos hablar de la perspicacia de la publicidad y la eficacia de la red de comunicación Católica. Pero nada de eso sería suficiente. Lo que hizo del Congreso un éxito, es que fue predicado haciendo hincapié en lo sobrenatural. Rebosó el espíritu de lo sobrenatural. Nos dirigió hacia el infinitamente fascinante mundo que no podemos ver, el mundo de los ángeles, de los santos y del Dios Creador. En el corazón de todo el evento estuvo presente el misterio inquietante de la Eucaristía, de que Jesús —en cuerpo, sangre, alma y divinidad— está realmente presente bajo las formas de pan y de vino. Ninguna categoría meramente terrenal o natural podría explicar esto. Solo tiene sentido desde una perspectiva sobrenatural.
Y esto me mueve a realizar una afirmación provocadora: el Catolicismo liberal no podría nunca haber sacado adelante lo que sucedió en Indianápolis. Comprendo que es un término escurridizo; así que lo definiré con precisión. Me refiero a “liberalismo”, en religión, a la tendencia de reducir lo sobrenatural a lo natural. El Catolicismo liberal reinaba cuando iba a la escuela, y tomaba la forma de expresar las doctrinas del Cristianismo en términos de antropología, psicología y especialmente política. Si me hubieran preguntado, durante los años de mi escuela primaria y secundaria, de qué trataba la religión, hubiera contestado probablemente, “de justicia social, especialmente de justicia racial”. Más tarde en mi vida, si me hubieran hecho la misma pregunta, podría haber dicho, “de convertirse en un ser humano equilibrado y generoso”. Obviamente, no hay nada malo con la justicia social, ni con ser equilibrado, ni generoso. El problema es reducir la religión a estos asuntos, o su propósito, a estos resultados. Cuando lo hacemos, la fe se convierte, cuanto mejor, en un vago eco de lo que se puede escuchar en la cultura secular, y cuando eso sucede, la gente pierde interés muy rápidamente. Y es por esto por lo que el liberalismo Católico nunca ha generado la clase de energía y entusiasmo que vi en Indianápolis.
Si pudiera situar esto dentro de un contexto más amplio, metafísico, el problema con el liberalismo es que lo natural no puede contener o mostrar adecuadamente lo sobrenatural. Cuando pretende hacerlo, terminamos, cuanto mucho, en un simulacro de lo sobrenatural. Sin embargo, lo sobrenatural puede efectivamente contener y perfeccionar lo natural, debido al principio por el que una forma de existencia más alta puede elevar una más baja. Consideren la manera en que una planta incorpora los nutrientes y un animal asimila una planta. Este principio de asimilación evita que el Cristianismo se transforme en cierta forma de dualismo rudimentario. El Dios sobrenatural creó el mundo natural, que por tanto refleja algo de su bondad y belleza. Más aun, ese mismo Dios redimió al mundo y se empeñó en arrastrarlo a una unión con él. En una palabra, entonces, lo sobrenatural no puede naturalizarse, pero lo natural puede ser sobrenaturalizado.
Una de las señales distintivas de este Congreso fue la presencia de muchos religiosos y sacerdotes utilizando hábitos y vestimenta clerical. Escuché que un participante comentó, “¡No tenía idea de que hubiera tantas órdenes en la Iglesia!”. Otra señal fue cuán atractivas resultaron ser estas personas, especialmente para los jóvenes. Monjas en hábito sonriendo parecieron ser especialmente magnéticas. Años atrás, cuando estaba en el seminario, la vestimenta religiosa distintiva era, en línea con la intuición liberal de la época, mirada con malos ojos. Los sacerdotes y las monjas se suponía lucieran lo más natural posible. No es casualidad, por supuesto, que se desplomaran las vocaciones de las órdenes que se alejaron de sus hábitos. Una vez más, si no hay nada en oferta que sea distintivo o que evoque un mundo más elevado y misterioso, ¿para qué molestarse?
Quisiera realizar una observación final en sintonía con el principio de asimilación que mencioné antes. Un crítico podría quejarse de que, lo que estoy defendiendo, podría conducir a una peligrosa “espiritualidad de otro mundo”, una indiferencia al sufrimiento de la gente real que nos rodea. Una de mis fotos favoritas del Congreso muestra a dos jóvenes monjas, en sus hábitos, sentadas en la acera con una persona en condición de calle, sonriendo y compartiendo comida con él. Bien entendido, un foco sobre lo sobrenatural intensifica el compromiso propio con el enaltecimiento y mejora de lo natural —un principio sostenido firmemente por Ambrosio de Milán, Francisco de Asís, Isabel de Hungría, Dorothy Day y la Madre Teresa de Calcuta.
Tres vivas entusiastas para todos aquellos que planearon y participaron del Congreso Eucarístico. Y Dios los bendiga por permitir que el espíritu de lo sobrenatural haya soplado a través de sus actividades.