Stephen Hawking fue un gran físico teórico y cosmólogo, quizá el más importante desde Einstein. Es justo que sus restos hayan sido enterrados juntos a los de Isaac Newton en la abadía de Westminster. Más aun, fue una persona de gran coraje y perseverancia, que trabajó rompiendo paradigmas a pesar de su lucha de décadas contra los efectos debilitantes de la enfermedad de Gehrig. Al decir de todos, fue un hombre con un buen sentido del humor y un raro don para hacer amigos. Es prácticamente imposible no admirarlo. ¡Pero vaya que era molesto cuando hablaba de religión!
En su último año de vida, Hawkins le dio los últimos retoques a un libro que es algo así como la secuela de su gran bestseller, Breve historia del tiempo. Llamado Breves respuestas a las grandes preguntas, es una serie de ensayos cortos que tratan sobre muchos temas, desde viajes en el tiempo hasta la posibilidad de vida inteligente en algún otro lugar del universo, las leyes físicas dentro de un agujero negro y la colonización del espacio. Pero el primer capítulo titula simplemente: ¿Existe Dios? Su respuesta—que no puede sorprender a nadie que haya estado al tanto de las reflexiones de Hawking al respecto los últimos años—es que no. Ahora, para muchos que se han dedicado a la apologética o a la evangelización, esto es, por supuesto, deprimente, pues muchas personas, sobre todo jóvenes, dirán: “Bien, ahí tienen: el hombre más inteligente del mundo dice que Dios no existe.” El problema es que uno puede ser excepcionalmente inteligente en un campo del pensamiento y bastante ingenuo en otro. Me temo que este es el caso con Stephen Hawking, quien, aunque es excepcionalmente bien versado en su especialidad, mete la pata cuando se aventura en los dominios de la filosofía y la religión.
La cosa ya empieza mal desde la frase que abre el capítulo: “La ciencia responde cada vez más preguntas que solían ser prerrogativa de la religión”. Aunque algunas formas primitivas de religión hayan sido construidas como intentos de responder lo que propiamente son preguntas científicas, la religión, en el sentido más desarrollado del término, no es una respuesta pobre a preguntas científicas; en cambio, es un preguntar y responder sobre un tipo de preguntas cualitativamente distintas. El estilo simplista de Hawking expresa muy bien la actitud cientificista, que entiendo como la tendencia arrogante a reducir todo el conocimiento a conocimiento científico. Siguiendo su método de observación empírica, formación de hipótesis y experimentación, está claro que las ciencias pueden decirnos mucho sobre cierta dimensión de la realidad. Pero no pueden, por ejemplo, decirnos nada sobre qué es lo que hace bella una obra de arte, qué es lo que a un acto libre bueno o malo, qué constituye un arreglo político justo, cuáles son las características de un ser como ser—y por supuesto, por qué hay un universo de existencias finitas en primer lugar. Todas estas son problemáticas filosóficas y/o religiosas, y cuando un cientificista, empleando el método de las ciencias, se adentra en ellas, lo hace extraña y confusamente.
Déjenme demostrar esto trayendo a colación la forma en la que Hawking trata el tema que he mencionado—a saber, por qué hay un universo en primer lugar. Hawking opina que la física teórica puede responder confiadamente a esta pregunta, de tal manera que la existencia de Dios resulta ser superflua. Así como, a un nivel cuántico, las partículas más elementales saltan a la existencia y salen de ella ordinariamente sin causa aparente, de la misma manera la singularidad que produjo el Big Bang simplemente empezó a existir de la nada, sin una causa y sin una explicación. El resultado, concluye Hawking, es que “el universo es el almuerzo gratis último”. El primer error—y miríadas de seguidores de Hawking lo repiten—es el de equivocar el significado de la palabra “nada”. En su sentido estrictamente filosófico (y religioso también), “nada” designa el absoluto no ser; pero lo que Hawking y sus seguidores entienden por el término es en realidad un fecundo campo de energía del cual ciertas realidades vienen y al cual vuelven. En el momento en que uno habla de “venir de” o “volver a”, ¡ya no se está hablando de nada! A decir verdad, me reí con ganas al llegar a esta parte del análisis de Hawking, que prácticamente nos regala el partido: “Creo que el universo fue creado espontáneamente de la nada, de acuerdo con las leyes de la ciencia”. Bien, no importa lo que se entienda por “las leyes de la ciencia”, ¡no se puede decir que no sean nada! De hecho, cuando un estudioso de física cuántica habla de partículas saltando al ser espontáneamente, invoca constantemente constantes cuánticas y dinámicas, de acuerdo con las cuales se dan dichas emergencias. De nuevo, di lo que quieras sobre estas leyes, pero no son, en absoluto, no ser. Y, por tanto, seguimos obligados a preguntarnos, ¿por qué todas estas realidades contingentes—materia, energía, el Big Bang, las leyes de la ciencia—existen en primer lugar? La respuesta clásica de la filosofía es que no podemos explicarlas satisfactoriamente haciendo referencia a una serie infinita de contingencias. Por tanto, una realidad final que no es contingente, en la que se basa y actualiza todo el universo finito, debe existir. Y esta causa no causada, esta realidad cuya naturaleza es ser, es a lo que las personas religiosas serias llaman Dios. Ninguna de las especulaciones de Hawking—y menos aún sus reflexiones acerca de sus supuesta “nada” de la que el universo surge—refutan esta convicción.
A modo de conclusión, debo decir que en realidad me gustó el último libro de Stephen Hawking. Cuando habla de aquello que está en los confines de su especialidad, es legible, divertido, informativo y creativo. Pero debo advertir a los lectores que no le den mucho crédito cuando habla de las cosas de Dios.