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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús relata una parábola que ilustra la misericordia de Dios. La palabra del latin misericordia se refiere a un sufrimiento del corazón, o compasión —cum patior (“sufrir con”).

Misericordia es lo mismo que los autores del Antiguo Testamento llamaban el hesed de Dios o la  tierna misericordia. Es una característica principal de Dios, porque Dios es amor. El amor que proviene de la Trinidad desborda en el amor de Dios por el mundo que Él ha creado.

Pensemos en el amor de una madre por sus hijos. ¿Podemos imaginar que alguna vez una madre se vuelva indiferente hacia uno de sus hijos? Y, aunque ella lo olvide, el profeta Isaías nos dice, Dios nunca olvidará a los suyos. Consideremos que nada existiría si no hubiera sido querido por Dios. Pero Dios no necesita de nada; por tanto, sostener el universo es un acto de amor desinteresado y tierna misericordia.

No hay mayor manifestación de la misericordia divina que el perdón de los pecados. Cuando se le preguntó a G.K. Chesterton por qué se hizo católico, respondió: “Para que mis pecados sean perdonados”. Esta es la mayor gracia que la Iglesia puede ofrecer: la reconciliación, el restaurar la amistad divina, el perdón de nuestros pecados.