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Amigos, en el Evangelio de hoy nos encontramos con un administrador prudente que sirve a su maestro sabiamente. Me gustaría decir algo acerca de la prudencia y la sabiduría. En la Edad Media, a la prudencia se la llamaba “la reina de las virtudes”, porque era la virtud que permitía a uno hacer lo correcto en cada situación particular. 

La prudencia es la percepción de una situación moral, algo así como la percepción que tiene un mariscal de campo respecto al campo de juego. La justicia es una virtud maravillosa, pero sin prudencia, es ciega y finalmente inútil. Uno puede ser lo más justo posible, pero sin una percepción de la situación, la justicia no hará ningún bien. 

La sabiduría, a diferencia de la prudencia, es un sentido del panorama general. Es la vista desde la cima de la colina. La mayoría de nosotros miramos nuestras vidas desde el punto de vista de nuestro propio interés. Pero la sabiduría es la capacidad de ver la realidad desde el punto de vista de Dios. Sin sabiduría, incluso el juicio más prudente será erróneo, corto de visión, inadecuado. 

La combinación, por lo tanto, de prudencia y sabiduría es especialmente poderosa. Alguien que sea a la vez sabio y prudente tendrá una percepción del panorama general y también de la situación particular.