Amigos, hoy celebramos el nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado.
Escuchamos en la Misa uno de los pasajes más magníficos de las Escrituras, de hecho, una de las joyas de la tradición literaria occidental: el prólogo del Evangelio de Juan. En muchos sentidos, el significado esencial de la Navidad está contenido en estas líneas elegantemente elaboradas.
Hoy me gustaría concentrarme en el comienzo del Evangelio de Juan: “En el principio existía la Palabra”. Ningún judío del primer siglo habría pasado por alto el significado de esta frase inicial, pues la primera palabra de las Escrituras hebreas, bereshit, significa precisamente “principio”. El evangelista está señalando que la historia que va a contar es el relato de una nueva creación, un nuevo comienzo. La Palabra, nos dice, no sólo estaba con Dios desde el principio, sino que, de hecho, era Dios.
Siempre que usamos palabras, expresamos algo de nosotros mismos. Por ejemplo, mientras escribo estas palabras, les estoy contando lo que sé sobre el prólogo del Evangelio de Juan; cuando ustedes hablan con un amigo, le están diciendo cómo se sienten o qué les da miedo; cuando un árbitro toma una decisión en voz alta está comunicando cómo ha evaluado una jugada.
Pero Dios, que es el acto mismo de Ser, el Creador perfecto del universo, es capaz de hablar plenamente en una gran Palabra, una Palabra que no contiene simplemente un aspecto de su Ser, sino más bien la totalidad de su Ser. Por eso decimos que la Palabra es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero” – y por eso San Juan dice que la Palabra era Dios.