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Amigos, en nuestro Evangelio de hoy un centurión romano se acerca a Jesús y le dice, “Señor, mi criado yace paralítico en casa con dolores muy fuertes… No soy digno de que entres en mi casa; pero basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano”.

Cualquier persona objetivamente diría, “¡Bueno, esto es ridículo! Lo que este hombre está pidiendo es imposible”. No solo está pidiendo que su criado sea curado; está pidiendo que sea curado a distancia, simplemente con una palabra. Está al límite de lo que posiblemente podría conocer o controlar o sopesar. Y aún así confía; tiene fe.

Søren Kierkegaard definió a la fe como “una pasión por lo imposible”. ¿Se opone Dios a la razón? Por supuesto que no; Dios nos dio el regalo de la razón. ¿Quiere Dios que seamos ingenuos? No; Él quiere que utilicemos todos nuestros poderes de imaginación y análisis. Pero la fe va más allá de la razón; es una pasión por lo que la razón no alcanza a ver.

Aquél centurión tenía una pasión por lo imposible. Y es por eso que Jesús le dice, en uno de los elogios más grandes que encontramos en el Evangelio: “En nadie de Israel he encontrado una fe tan grande”.