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Amigos, el Evangelio de hoy nos afirma la certeza de que Dios ha ofrecido a Su Hijo para que tengamos vida eterna.

Hay una interpretación terrible de la Cruz que sostiene que el sacrificio sangriento del Hijo fue “satisfactorio” para el Padre, para así apaciguar a un Dios infinitamente enojado con una humanidad pecadora. En esta interpretación, el Jesús crucificado es como si fuera un niño que es arrojado a la boca ardiente de una divinidad pagana con el propósito de calmar su ira.

Lo que elocuentemente contradice esta horrible interpretación es el pasaje del Evangelio de hoy, que a menudo se considera un resumen del mensaje cristiano. Dios Padre no es una divinidad patética cuyo honor ha sido herido y necesita ser restaurado sino, más bien, un Padre que arde de compasión por Sus hijos que han entrado en peligro. No es por ira o venganza que el Padre envía al Hijo, sino más precisamente por amor.

¿Es que el Padre odia a los pecadores? No, pero si odia el pecado. ¿Es que alberga indignación ante los injustos? No, pero Dios si desprecia la injusticia. Así, Dios envía a Su Hijo no alegremente para verlo sufrir sino para restablecer las cosas.