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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús dice: “El que quiera venir detrás de Mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Aún una lectura rápida de los Evangelios revela que la muerte de Jesús es el centro y objetivo de la narración, lo cual anima y brinda entusiasmo.

¿Cómo podemos encontrarle sentido a esta obstinada centralidad de la Cruz del cristianismo? Solo podemos hacerlo si recordamos que Dios es amor. Con nuestro orgullo, nuestra rebelión, nuestra crueldad y, sobre todo, nuestro miedo, los seres humanos nos hemos convertido en una familia disfuncional. Diseñados para ser elevados a la plenitud de Dios, nos hemos vuelto trágicamente hacia nosotros mismos, encerrándonos en el estrecho y helado espacio del pecado.

Cuando parecía que la raza humana estaba condenada a la autodestrucción, Dios envió no solo un profeta, un representante o un ministro plenipotenciario, sino a Su propio Ser, Su propio corazón. Y este Hijo divino, encarnado en Jesús de Nazaret, entró en la oscuridad y tempestad del desorden humano. Se dirigió a los pobres, los hambrientos, los embriagados por el poder, los creídos, y los que no tienen poder —a todos los que languidecen en un congelado país lejano— y los llamó a su hogar.