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Amigos, en el Evangelio de hoy, Jesús reprocha a los pueblos no arrepentidos donde ha realizado la mayoría de sus poderosas obras. La idea de Jesús como juez es algo con lo que claramente podemos estar incómodos; sin embargo, incluso la lectura más superficial del Nuevo Testamento revela su inevitabilidad. De hecho, se ha dicho que frente a cada iglesia debe haber una estatua del Jesús compasivo y otra de Cristo en plena furia ya que indiscutiblemente ambas escenas están presentes en las historias del Evangelio.

El punto aquí es que cuando el propio ordo de Dios aparece en el mundo, Él necesariamente juzga el desorden que lo rodea. Juzgar, en el sentido bíblico del término, significa sacar a la luz, poner en relieve. Cuando el bien y el mal se confunden o se mezclan, el juicio divino los separa, aclarando el tema.

Por Su propia naturaleza, en cada una de Sus palabras y gestos, por el mismo modo donde se encuentra, Jesús, la Palabra de Dios, es juez. Él es la luz del mundo, exponiendo duramente aquello que preferiría permanecer en la oscuridad. Él es el criterio no adulterado, la Verdad en presencia de la cual toda falsedad necesariamente aparece como es.