Tuve toda la intención de tener a todos los seminaristas de Winona-Rochester de pie en algún momento durante mi Misa de toma de posesión. Le dije a la gente que, en palabras de Juan Pablo II, ecclesia de eucharistia (la Iglesia viene de la Eucaristía), y ya que la Eucaristía viene de los sacerdotes, se sigue lógicamente, les dije que, si no hay sacerdotes, no habrá Iglesia. Quise entonces que vieran y reconocieran a los jóvenes de nuestra diócesis que están discerniendo activamente un llamado a este modo de vida indispensablemente importante. Durante la ovación que siguió, me llegó una inspiración. No había planeado decirlo. No estaba en mi texto. Pero lo solté abruptamente mientras el aplauso se iba apagando, “¡Dupliquemos la Cantidad de Nuestros Seminaristas!”. Una confirmación de que esto fue tal vez del Espíritu Santo es que la gente, en cada parada que he hecho en la diócesis hasta ahora, me ha repetido con entusiasmo esas palabras. De hecho, la líder de uno de los grupos Serra me dijo que ella y sus colegas decidieron aceptar el desafío.
Tenemos veinte seminaristas, en ambos niveles, el secundario y el mayor, que es bastante bueno para una diócesis como la nuestra. Y tenemos un grupo maravilloso de sacerdotes, tanto activos como “jubilados”, que están sirviendo muy atareados cerca de cien parroquias. Pero aquellos por debajo de la edad de retiro son solo alrededor de sesenta, y el número de nuestros sacerdotes se está reduciendo. Más aún, no habrá ordenaciones sacerdotales en Winona-Rochester en los próximos dos años. Así que no hay duda: necesitamos más sacerdotes.
Ahora bien, los obispos y sacerdotes desempeñan un rol clave en el estímulo de las vocaciones. Lo que acerca a un joven al sacerdocio es, sobre todo, el testimonio de sacerdotes felices y positivos. Algunos años atrás, la Universidad de Chicago realizó una encuesta para determinar cuáles eras las profesiones más felices. Por un margen bastante holgado, aquellos que se consideraban más contentos eran miembros del clero. Más aun, una variedad de encuestas ha demostrado que, más allá de los problemas de los últimos años, los sacerdotes Católicos manifiestan niveles muy altos de satisfacción personal con sus vidas. Basado en estos datos, una recomendación que haría a mis hermanos sacerdotes es esta: ¡Que la gente lo vea! Que sepan cuánta alegría les da el ser sacerdotes.
Pero creo que los laicos tienen un rol más importante para jugar en el cultivo de las vocaciones. Dentro del contexto Protestante, algunas veces el hijo de un gran predicador sigue los pasos de su padre de modo que un ministro efectivamente engendra a otro. Pero esto, por obvias razones, no puede suceder en un contexto Católico. En cambio, los sacerdotes, sin excepción, vienen de los laicos; vienen de las familias. La decencia, la piedad, la amabilidad y el estímulo de padres, hermanos, abuelos, tíos hacen una diferencia enorme en el fomento de las vocaciones al sacerdocio. Una de las memorias más vívidas de mi infancia es la de mi padre, arrodillado en intensa oración luego de la Comunión un domingo en la Parroquia de Santo Tomás Moro en Troy, Michigan. Yo tenía solo cinco o seis años en aquel tiempo, y consideraba a mi padre el hombre más poderoso de la tierra. Que se arrodillara en súplica frente a alguien más poderoso moldeó mi imaginación religiosa profundamente y, puedo asegurarles, nunca olvidé ese momento. Mis padres amaban y respetaban a los sacerdotes y se aseguraban de que nosotros como niños tuviéramos contacto frecuente con ellos. Créanme, su amplitud de espíritu respecto a los sacerdotes influyó profundamente en mi vocación.
Y recuerden que los que no son miembros de la familia pueden también encender la llama de la vocación. Un estudio tras otro ha mostrado que uno de los factores más importantes para convencer a un joven de ingresar al seminario es que un amigo, un colega o un mayor confiable les diga que serían buenos sacerdotes. Sé que hay mucha gente que alberga en su corazón la convicción de que un joven podría ingresar al seminario, porque han notado sus dones de amabilidad, piedad, inteligencia, etc., pero nunca reunieron el coraje o se tomaron el tiempo de decírselo. Tal vez han asumido que otros lo han hecho. Pero es trágico perder una oportunidad. Simplemente diría esto: Si han notado virtudes en un joven que lo harían un sacerdote efectivo, asuman que el Espíritu Santo les ha dado esta idea para que la puedan compartir con aquel joven. Créanme, las palabras más sencillas que puedan pronunciar podrían ser semillas que darán fruto treinta, sesenta y ciento por ciento.
Finalmente, si están a favor de las vocaciones, recen por ellas. En la Biblia, nada relevante se consiguió nunca sin oración. Dios se deleita en nuestra cooperación con la gracia, pero la obra de salvación es, al final del día, suya. ¡Pídanle entonces! ¿Podría sugerirles un intercesor particular para este caso? Teresa de Lisieux, la Pequeña Flor, dijo que entró al convento “para salvar almas y especialmente para rezar por sacerdotes”. Dijo también que en el cielo se pasaría haciendo el bien sobre la tierra. Pidamos, por lo tanto, su intercesión cuando rogamos al Señor para que duplique la cantidad de nuestros seminaristas en los próximos años.