He pasado gran parte de mi vida leyendo y estudiando textos religiosos y filosóficos. He leído detenidamente las obras de Platón, Aristóteles, Confucio, Cicerón, Marco Aurelio, Anselmo, Aquino, Descartes, Kant, Hegel, etc. Adoro esos textos y las ideas que compartieron estos grandes pensadores. Lo que tienen en común todos estos personajes es una cierta forma serena, medida de compartir lo que han aprendido. Y, en consecuencia, uno lee sus textos de una forma abstracta. Conservo recuerdos maravillosos de la lectura de grandes libros, sentado a orillas del Sena en París, cuando era estudiante de doctorado: pensando, deslumbrándome, reflexionando.
Y luego están los Evangelios. Efectivamente han inspirado a filósofos y escritores espirituales, pero no son textos filosóficos. No, se los llama “Evangelios”, precisamente porque están expresando una buena noticia. No tratan ideas abstractas o verdades espirituales eternas que, en principio, cualquiera podría comprender. Tratan sobre algo que sucedió.
Escuchen a Pedro que habla en la primera lectura de la liturgia del primer domingo de Pascua: “Ya saben ustedes lo sucedido en toda Judea, que tuvo principio en Galilea, después del bautismo predicado por Juan”. Uno podría imaginarse a sus oyentes diciendo, “Sí, lo recordamos”. Pedro continúa: “cómo Dios ungió con el poder del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret”. Se trata de este hombre muy particular, Jesús, las cosas que hizo y, finalmente, de algo que le sucedió: “Lo mataron colgándolo de la cruz, pero Dios lo resucitó al tercer día”. Allí está. Eso es lo que sucedió. Ese es el evento impresionante sobre el cual descansa todo el Cristianismo.
Y luego esto: “Se hizo visible a . . . nosotros, que hemos comido y bebido con él después de que resucitó de entre los muertos”. Sus interlocutores deben haber pensado, “¿Qué está diciendo este hombre?”. Es notoriamente claro que el Apóstol no se está refiriendo a mitos, ni a leyendas, ni a abstracciones filosóficas. No; está realizando una observación verdaderamente asombrosa: que comieron y bebieron con un muerto que había regresado a la vida.
Todo cambió, todas las expectativas se revirtieron; todo lo que creían sobre la vida y la muerte tuvo que ser revaluado.
Teniendo en mente todos estos deslumbrantes elementos concretos, me gustaría pasar al Evangelio del Domingo de Pascua, que está tomado del relato de San Juan. Lo primero que quisiera que noten, es ¡cuánto que se corre! María Magdalena corre; Pedro corre; Juan corre. De hecho, Juan corre tan rápido que supera a Pedro. Permítanme observar lo difícil que es siquiera imaginar a Platón, Aristóteles, Confucio o Emanuel Kant corriendo. Corremos cuando sucede algo urgente, cuando tenemos que ir a cierto lugar, tenemos algo que decir, algo que contar.
Se nos dice que María Magdalena llegó a la tumba temprano en la mañana mientras aún era oscuro. Estaba descorazonada, probablemente llorando y había llegado como cualquiera que se acerca a una tumba: para orar, para meditar, para reflexionar. Mas luego notó que la pesada piedra había sido removida y esto llamó su atención. Obviamente había ocurrido algo inesperado. Con la suposición que el cuerpo de Jesús había sido robado, corrió a llevar urgente la noticia a los discípulos. Entonces, ni bien oyeron esto, Pedro y Juan —la cabeza de los Apóstoles y el Apóstol al que Jesús amaba con predilección— “iban corriendo juntos”. Había ocurrido algo y tenían que averiguar qué. A continuación, aparece ese detalle intrigante que el joven superó al viejo y llegó primero a la tumba. Esta frase, de paso, ayudó a que el gran novelista Graham Greene se convirtiera al Catolicismo. Sus ojos de novelista captaron que aquel detalle estrafalario hablaba de la veracidad histórica de la escena.
Los dos corredores, seguramente aun jadeando por el esfuerzo, se agacharon para mirar dentro de la tumba. Repararon en los lienzos sepulcrales que habían envuelto el cuerpo de Jesús y los impactó algo muy raro. Primero, ¿por qué los ladrones se habrían molestado en quitar las vendas del cuerpo? ¿Acaso no lo habrían llevado directamente? Y segundo, incluso si lo hubieran desvestido, ¿lo habrían dejado prolijamente en el lugar, con el lienzo que cubría su cabeza “doblado en sitio aparte”? Me refiero a que ¿qué ladrones serían tan meticulosos? ¿Es esta la razón por la que, cuando Juan entró a la tumba, se nos dice que “vio y creyó”? ¿Fue este el momento en que se dio cuenta que nadie había entrado por la fuerza a la tumba; sino que alguien había salido por la fuerza? Y a causa de esto, todo cambió, todas las expectativas se revirtieron; todo lo que creían sobre la vida y la muerte tuvo que ser revaluado.
Si repasan el relato de la Resurrección en el Evangelio más antiguo, el de San Marcos, descubren que las mujeres, tras escuchar del ángel que el Señor había resucitado, “salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo”. La mayoría de los cementerios son lugares de paz; este les generó un santo terror. Y hasta que comprendamos por qué, no habremos comprendido la Pascua. Hasta que compartamos algo de ese miedo, estaremos en peligro de domesticar al evento más revolucionario de la historia humana.
¡Esto es lo que sucedió! De esto trata el Evangelio. Esto es lo que los Cristianos han estado proclamando a los cuatro vientos desde entonces. El amor de Dios es más poderoso que la muerte porque Jesús encontró la salida de su tumba. ¡Salgamos todos corriendo a encontrarnos con todo aquel al que le podamos compartir la noticia!