Cuando hace algunos años fui obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Los Ángeles el estado de California estaba militando a favor del suicidio asistido por un médico. Durante la campaña, mientras conducía a través de mi región pastoral, vi un cartel a favor de la eutanasia con este mensaje: “Mi Vida, mi Muerte, mi Elección”. Pensé inmediatamente en la acotación de San Pablo diametralmente opuesta en su Carta a los romanos: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos”. Creo que respecto al asunto del suicidio asistido, todo se resume a esto: ¿Tenía razón el cartel o San Pablo? ¿Mi vida me pertenece o es un regalo de Dios? ¿Es mi muerte un asunto de mi elección personal o está bajo la providencia de Dios y a su disposición?
Esta gran pregunta vino a mi mente una vez más, ya que el estado de Minnesota en el que vivo actualmente está considerando una legislación muy similar a la que California ya adoptó. La propuesta está formulada en un lenguaje diseñado para aplacar las ansiedades morales: será ofrecido sólo a aquellos que tengan un diagnóstico terminal y que estén tomando la decisión con completa autonomía. Respecto al primer punto, permítanme ser escéptico. En muchos países de Europa y en Canadá, donde se aprobó el suicidio asistido por médicos de un modo limitado similar, las restricciones respecto a quién puede tener acceso al mismo y las salvaguardas implementadas para prevenir el abuso de su aplicación en ancianos, entre otras cosas, han sido gradualmente eliminadas. En muchos otros lugares, los ancianos, los que tienen demencia, aquellos que experimentan depresión o ansiedad severa pueden ser todos candidatos a esta forma de “tratamiento”. Si bien los defensores del suicidio médico asistido lo negarán hasta el día del juicio final, esta ley coloca al estado en sí en la cuesta más resbaladiza de todas.
Y respecto al segundo punto, regresemos al cartel de California. Aunque le asignamos un lugar muy privilegiado en nuestra cultura, no considero que la autonomía sea el valor supremo. La libertad auténtica no es la autodeterminación radical; sino que está ordenada hacia ciertos bienes que la mente ha discernido. Me vuelvo libre, por ejemplo, para jugar golf, no tanto si ejecuto el swing del modo en que quiero, sino en la medida en que he interiorizado las reglas que gobiernan el swing propiamente dicho. Un jugador de golf puramente “autónomo” obtendrá una trayectoria fallida. Del mismo modo, un agente moral puramente autónomo sembrará el caos alrededor suyo y perderá sus modales éticos. Si hablo obsesivamente de “elección” pero nunca planteo un interrogante sobre el bien o el mal que se elige, me encontraré inmerso en un páramo moral e intelectual. La verdadera libertad está ordenada hacia el valor moral y finalmente hacia el valor supremo que es Dios.
Algunos defensores del suicidio asistido por un médico argumentarán que la autonomía sobre el propio cuerpo es de importancia suprema para aquellos que enfrentan la perspectiva de un fallecimiento tremendamente doloroso. Pero esta consideración está fuera de discusión en gran medida, ya que los cuidados paliativos son tan avanzados que en prácticamente todos los casos el dolor puede ser manejado exitosamente. Digo esto con énfasis especial en el estado de Minnesota, que es con justicia famoso por la alta calidad de sus hospitales, incluyendo y especialmente la Mayo Clinic. El asunto más profundo es este: incluso si una persona moribunda se hallara sufriendo un gran dolor, matarse activamente no sería moralmente justificable. La razón es que el matar a un inocente es, en el vocabulario de la Iglesia, “intrínsecamente malo” —que equivale a decir, imposible de ser aprobado moralmente, sin importar cuan extenuantes sean las circunstancias o cuan beneficiosas sean las consecuencias. He argumentado anteriormente que cuando se pierde de vista esta categoría, se impone un relativismo peligroso. Y cuando incluso tomar la vida de un inocente es un asunto de elección personal, el proyecto moral entero colapsa de hecho en la incoherencia.
Y entonces, podría pedir a todos mis conciudadanos de Minnesota, especialmente aquellos que son Católicos, que se opongan a esta legislación (SF 1813/HF 1930) de cualquier forma que les sea posible: llamando a su representante o senador, escribiendo al gobernador, hablando a sus amigos y vecinos, circulando una petición. Y para aquellos en otras partes del país, los instaría a estar alertas. Si esta legislación no ha llegado a su estado todavía, llegará muy pronto. Si están a favor de la cultura de la vida, ¡luchen por ella!