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Amigos, en el Evangelio de hoy, el Señor insta a sus discípulos, y a nosotros, a ser servidores prudentes, siguiendo Sus caminos en anticipación a Su regreso. Los teólogos a menudo llaman a la prudencia la reina de todas las virtudes porque es la capacidad de reinar soberanamente sobre la vida de uno, ordenando tanto las facultades internas de uno como dirigiendo sabiamente los asuntos propios del mundo exterior.

La prudencia es ese tacto seguro, ese instinto moral que hace que uno sea capaz de tomar la decisión correcta bajo presión y ante circunstancias complejas. La prudencia es una especie de sabiduría teórica y práctica acumulada, un saber hacer, que es mayormente instintivo, que está en los huesos.

Cuando se coloca en el contexto cristiano, la prudencia es la percepción de cómo reaccionaría Jesús, cómo pensaría, qué haría en una situación particular. Es equivalente a tener el alma unida a Cristo como tu centro, de modo que todas tus acciones busquen conformidad con Jesús y Su forma de estar en el mundo. La prudencia cristiana proviene del aprendizaje en Cristo, es decir, de vivir con Él, de observar de cerca cómo vive, se conduce y expresa.