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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús declara la fuente de su comportamiento lleno de autoridad. En particular, los primeros oyentes de Jesús estaban asombrados por la autoridad de su discurso. Esto no se reducía a que hablaba con convicción y entusiasmo; más bien, esto se debía a que se rehusaba a seguir el juego de los otros rabinos, referenciando su autoridad todo el recorrido hasta llegar a Moisés. Jesús iba, por así decirlo, por encima del liderazgo de Moisés.

Quienes lo escuchaban sabían que estaban tratando con algo cualitativamente diferente a cualquier otra cosa en su tradición o experiencia religiosa. Estaban tratando con el profeta mayor que Moisés, que Israel había esperado por mucho tiempo.

Y Jesús tenía que ser más que un mero profeta. ¿Por qué? Porque todos hemos sido heridos, y ciertamente todo nuestro mundo está en peligro, por una batalla que tuvo lugar en un nivel más fundamental de existencia. El resultado es la devastación del pecado, que todos conocemos demasiado bien. ¿Quién podría tomar eso sobre sí, solo? ¿Una mera figura humana? Difícilmente. Lo que se necesita es el poder y la autoridad del Creador mismo, para rehacer y salvar al mundo, vendando sus heridas y enderezándolo.