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Amigos, el Evangelio de hoy compara la oración egocéntrica del fariseo con la oración centrada en Dios del recaudador de impuestos.

El Fariseo ora para sí mismo. Esta es, sugiere Jesús, una oración fraudulenta, totalmente inadecuada, precisamente porque simplemente confirma al hombre en su autoestima. Y el dios al que reza es, necesariamente, un dios falso, un ídolo, ya que se deja emplazar por las necesidades que impulsan el ego del fariseo.

Luego Jesús nos invita a meditar sobre la oración del publicano. Habla con una elocuencia simple: “Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’”. Aunque es un discurso articulado, no es un lenguaje que confirma la independencia y poder del orador; todo lo contrario. Es más un grito o un gemido, el reconocimiento de la necesidad de recibir la misteriosa misericordia por la que ruega.

En la primera oración, “dios” es un miembro principal en la audiencia desplegada ante el ego del Fariseo. Pero en la segunda oración, Dios es el actor principal, y el publicano es el público que espera la actuación cuyos límites no puede prever por completo.