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Amigos, nuestro Evangelio de hoy narra la parábola del dueño del campo que sembró una viña y la alquiló a unos arrendatarios. Dios es el dueño, la viña es su creación, y nosotros somos los arrendatarios, responsables de ella. 

En la narración de Jesús los sirvientes enviados por el dueño para recoger su producción son los profetas y los maestros de Israel, quienes le recuerdan a las personas sobre sus responsabilidades para con Dios. Pero los arrendatarios golpearon a uno de los sirvientes, mataron a otro de ellos, y lapidaron a un tercero.

Finalmente, el dueño de la viña envió a su propio hijo, con la esperanza de que los arrendatarios lo respeten. Así, Jesús vino para que pudiéramos dirigir toda nuestra vida nuevamente hacia Dios, para que recordáramos que somos arrendatarios y que todo el mundo pertenece a Dios.

“Pero cuando los viñadores lo vieron al hijo . . . le echaron mano, lo sacaron del viñedo y lo mataron”. Aquí, claro está, encontramos contenida toda la tragedia de la cruz de Jesús. Cuando Dios nos envió a su hijo, nosotros lo asesinamos. Ésta es la resistencia demente a las intenciones de Dios que se llama pecado.