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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús nos pide ser misericordiosos y dejar de juzgar a los demás. Pero no podemos realizar estos actos con nuestra propia fuerza: necesitamos la ayuda de Dios.

En el Sermón de la Montaña del Evangelio de Mateo, Jesús dice a sus seguidores: “Sean perfectos, por lo tanto, como su Padre celestial es perfecto”. La perfección que Él nos pide —que incluye un amor radical por los enemigos, la práctica de la no violencia frente a la agresión, la negativa a juzgar a nuestros hermanos, y abrazar la pobreza, la mansedumbre y la simplicidad de corazón— no es deseable ni aun posible dentro de un marco natural.

La forma de vida descrita en el Sermón de la Montaña sería excesiva e irracional para Aristóteles —y ese es precisamente el punto. Su viabilidad y belleza surgirán sólo cuando la mente, la voluntad y el cuerpo hayan sido invadidos y elevados por el amor de Dios.

Esto no quiere decir que la excelencia moral natural percibida por Aristóteles pase a estar invalidada por la gracia; la invasión de lo sagrado no oprime ni debilita lo secular. Sino que más bien lo transfigura. Esta transfiguración es efecto del amor, que se abre paso a través del ser moral.