Amigos, en el Evangelio de hoy, Jesús ora por nuestra unidad con él y para que estemos inmersos en el amor de Dios. “Les di a conocer tu nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos”.
No somos simples suplicantes o penitentes llamando a Dios desde afuera; somos hijos e hijas, amigos, llamándolo desde dentro. El Misterio Pascual es inteligible sólo a la luz de la doctrina de la Trinidad. Dios amó tanto al mundo que envió a su único Hijo, incluso al límite del abandono de Dios, incluso al pecado y la muerte, a los rincones más oscuros de la experiencia humana, para encontrarnos.
Pero este acto acrobático de amor sólo es posible si en el mismo ser de Dios hay alguien que envía y alguien que puede ser enviado, sólo si hay un Padre y un Hijo. El lenguaje que usa Jesús —“para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste”— nos muestra que el Padre y el Hijo están unidos en amor y ese amor es en sí mismo la vida divina. Por tanto, hay un Espíritu, igual al Padre y al Hijo.
