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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús nos instruye sobre la forma de amar a los demás en el amor de Dios: “Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. 

Mucho depende de esa pequeña palabra “permanecer” —menein en griego— que Juan usa frecuentemente en su Evangelio. El amor de Dios se da incondicionalmente como una gracia, pero permanecer en ese amor es realmente cuestión de observar ciertos mandamientos. 

Así es como funciona: el amor de Dios puede verdaderamente habitar en nosotros y convertirse en nuestra “posesión”, solo en la medida en que lo regalamos a otros. Si nos resistimos o tratamos de aferrarnos a él, nunca llegará a nuestros propios corazones, cuerpos y mentes. Pero si lo regalamos como un acto de amor, entonces obtenemos más de él, entrando en un delicioso flujo de gracias. Si regalas el amor divino, entonces este “permanece” en ti.

Esta es la gran doctrina católica de la gracia y la cooperación con la gracia. No empuñamos división alguna entre ley y gracia, como hicieron algunos reformadores. Más bien, decimos que la ley y mandamientos nos permiten participar en el amor de Dios. Es un juego, si quieres verlo de ese modo, del amor, tanto condicional como incondicional. Y es precisamente por eso que podemos crecer en el amor.