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Amigos, nuestro Evangelio de Pascua contiene el magnífico relato de la Resurrección a cargo de San Juan. Juan indica que era temprano en la mañana del primer día de la semana. Todavía estaba oscuro —tal y como fue al inicio de los tiempos antes de que Dios dijera “Hágase la luz”. Pero una luz estaba a punto de brillar, y una nueva creación estaba por surgir.

La roca había sido retirada de la entrada. Esta roca, que bloqueaba la entrada al sepulcro de Jesús, representa el carácter final de la muerte. Cuando alguien al que amamos muere, es como si una gran roca hubiera sido corrida entre nosotros, bloqueando permanentemente nuestro acceso a ellos. Es por esta razón que lloramos ante la muerte —no sólo por el dolor, sino también por una suerte de frustración existencial.

Pero en el caso de Jesús vemos que esta roca ha sido retirada. Sin lugar a dudas, los primeros discípulos debieron pensar que algún ladrón de sepulcros había sido el responsable. Pero la maravillosa ironía de Juan es que el mayor de los ladrones de sepulcros efectivamente había hecho su obra. El profeta Ezequiel dice lo siguiente, “Yo mismo abriré sus sepulcros, los haré salir de ellos”.

Lo que tanto soñaban, lo que había perdurado como esperanza contra toda esperanza, ahora se había vuelto realidad. Dios ha abierto el sepulcro de su Hijo, y las ataduras de la muerte han sido rotas para siempre.