Amigos, en el Evangelio de hoy, un hombre que parece dispuesto a convertirse en discípulo de Jesús hace una petición razonable: “Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre”. Pero el hombre recibe una impactante reprimenda de Jesús: “Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos”.
¿Qué es más importante que la misión? Nada. Ni siquiera una de las prácticas más sagradas y veneradas de nuestra sociedad: la piedad hacia nuestros parientes muertos. ¿Se imagina un escenario en el que no le daría permiso a alguien para que asistiera al funeral de su padre o de su madre?
No quiero suavizar las palabras de Jesús o darle otro significado o contextualizarlas. Son lo que son, y son duras, para aquel hombre del relato bíblico en su propio tiempo y para nosotros hoy. Pero nos obligan a tomar una decisión: ¿Estamos en definitiva centrados en las cosas de Dios o en alguna otra cosa? ¿Es la religión, y la misión derivada de la misma, algo sustancial para nosotros o simplemente decorativa?
Ahora bien, por lo general no tenemos que tomar una decisión tan terrible. Normalmente, nuestro amor a Dios y nuestro amor por la familia no entran en conflicto. Pero esto es una especie de ejercicio espiritual, un experimento. ¿Si se tratara de Dios o mi familia? ¿A quién elegirías?
