Amigos, en este día recordamos a Santa Mónica, quien oró persistentemente por la conversión de su hijo, San Agustín de Hipona.
Aunque la oración de petición—pidiéndole a Dios algo—parece más simple y más básica que la contemplación, es más difícil darle sentido teológico. Si Dios es omnisciente, ¿qué sentido tiene decirle lo que uno necesita? Y si Dios no cambia, ¿qué sentido tiene pedirle algo?
La oración por la liturgia de Santa Mónica brinda algo de luz sobre estas preguntas. El texto comienza de la siguiente manera: “Oh Dios, que observaste las devotas lágrimas de Santa Mónica y le concediste la conversión de su hijo Agustín”. Vean que no dice que las lágrimas de Santa Mónica movilizaron a Dios para actuar, o que lo obligaron a cambiar de algún modo la estructura de Su Providencia. Pero sí dice que Dios aceptó esas lágrimas en coordinación con la concesión de la gracia de la conversión a su hijo, lo que implica que Dios mismo estaba efectivamente llorando a través de las lágrimas de Mónica.
Dios sabe todo acerca de todo, es consciente de lo que necesitamos antes que le pidamos; pero, como un buen padre, se deleita en recibir nuestras peticiones—aún cuando, también como buen padre, no siempre responda de la manera que nos gustaría. Y como motor inmóvil, nunca puede ser cambiado por nuestras oraciones; pero a través de lo que es bueno, correcto y verdadero en ellas, Dios está orando a través de nosotros.