Amigos, la parábola de Jesús en el Evangelio de hoy es uno de los comentarios más perspicaces del Nuevo Testamento desde el punto de vista psicológico y espiritual. Seamos realistas: el pasatiempo favorito de la mayoría de los seres humanos es criticar a los demás.
Nos deleitamos al señalar las deficiencias, las fallas morales y las tendencias molestas de nuestros vecinos. Esto es, por supuesto, una función del orgullo y el egoísmo: cuanto más menosprecio a alguien, más elevado me siento.
Pero también es, curiosamente, un medio magnífico para mirarnos como si estuviéramos frente a un espejo, y así ver lo que normalmente permanece invisible. ¿Por qué, debemos preguntarnos, encontramos al pecado de los demás particularmente molesto? ¿Por qué ese rasgo o pecado de un hermano nos irrita especialmente?
Indudablemente, y de modo implícito, es porque nos recuerda una falla similar en nosotros. Recuerdo una vez que un cierto director de un retiro espiritual pidió a cada uno recordar una persona que nos fuera difícil de aceptar y que luego contáramos en detalle las características que la hacían tan detestable. Luego recomendó que volviéramos a nuestra habitación y pidiéramos a Dios que perdonara esas mismas faltas en nosotros mismos. Sus palabras fueron tan desconcertantes e iluminadoras como las palabras de Jesús.