Amigos, en el Evangelio de hoy, Jesús les dice a sus discípulos que no acumulen tesoros en la tierra, sino en el Cielo, “donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben”.
San Agustín dijo una vez que, dado que toda criatura está hecha ex nihilo, lleva consigo la herencia del no ser. Hay una especie de penumbra o sombra de la nada que acecha cada cosa finita.
Esta es una manera filosófica bastante elevada de expresar lo que todos conocemos en nuestros propios huesos: no importa cuán buena, hermosa, verdadera o emocionante sea una cosa o estado de cosas aquí abajo, estará destinada a pasar al no ser. Pensemos en un hermoso fuego artificial que se abre como una flor gigante y luego, en un abrir y cerrar de ojos, desaparece para siempre. Todo está poseído por el no ser; todo, finalmente, es ese fuego artificial.
Pero esto no es para deprimirnos sino que está destinado a redirigir nuestra atención precisamente a los tesoros del Cielo, a la eternidad de Dios. Una vez que vemos todo a la luz de Dios, podemos aprender a amar las cosas de este mundo sin aferrarnos a ellas y sin esperar demasiado de ellas. ¡Piense en cuántas desilusiones y angustias podrían evitarse si tan solo supiéramos esta verdad!