Amigos, en el Evangelio de hoy Juan el Bautista declara ser el precursor de Cristo.
¿Por qué, cuando escuchamos por primera vez a Juan el Bautista, él está en el desierto y no en el Templo donde se esperaría que estuviera el hijo de un sacerdote? Bueno, en la época de Juan, el Templo estaba sumido en complicaciones políticas.
¿Qué atrae a la gente para que vaya al desierto a verlo? Él está ofreciendo lo que el Templo debería ofrecer pero no lo hace: el perdón de los pecados. Ésta fue la importancia del bautismo de Juan.
Pero aquí está lo extraño: no llama la atención sobre sí mismo. Más bien, se presenta como un precursor, alguien que prepara el camino del Señor: “Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen”. Señalaba a quien sería el Templo definitivo.
Y, por lo tanto, fue muy fuerte cuando al ver a Jesús que venía a ser bautizado, dijo: “He aquí el Cordero de Dios”. Ningún israelita del primer siglo habría pasado por alto el significado de eso: he aquí el que ha venido para ser sacrificado. He aquí el sacrificio mismo que resumirá, completará y perfeccionará el Templo.