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Amigos, en el Evangelio de hoy un Ángel le dice a José en un sueño que llame a su hijo Jesús “porque Él salvará a su pueblo de sus pecados”.

Bien, esa es la buena noticia de Navidad. El Rey justo ha regresado para recuperar lo que es suyo y liberar los prisioneros. El Dios anunciado por los profetas y patriarcas —por Abraham, Jeremías, Ezequiel, Amos e Isaías— es un Dios de justicia, y esto significa que se enardece por reestablecer el orden. Dios odia el pecado y la violencia y la injusticia que ha vuelto sombrío este mundo hermoso, y así Él viene a ese mundo como un guerrero, listo para luchar. Pero Él llega (y aquí está la deliciosa ironía de Navidad) furtivamente, clandestinamente —sigiloso, como inadvertido detrás de las líneas enemigas.

El Rey llega como un niño indefenso, nacido de unos padres insignificantes en un pequeño poblado de un puesto de avanzada lejano del Imperio Romano. Él conquistará a través del por fin irresistible poder del amor, el mismo poder con el cual él hizo el universo.