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Amigos, el Evangelio de hoy presenta la versión de Mateo de la Encarnación. 

La declaración central del cristianismo —aún sorprendente luego de dos mil años— es que Dios se hizo humano. El creador del cosmos, que trasciende toda definición o concepto, tomó para sí una naturaleza como la nuestra, haciéndose uno de nosotros. El cristianismo afirma que lo infinito y lo finito se encontraron, que lo eterno y lo temporal se abrazaron, que el diseñador de las galaxias y planetas se hizo un bebé muy débil incluso para levantar su cabeza. 

Y para hacer la humorada aún más mordaz, esta encarnación de Dios no fue puesta de manifiesto primero en Roma, Atenas ni Babilonia, no en una gran capital política o cultural, sino en Belén de Judea, un diminuto puesto de avanzada en un rincón del Imperio Romano. 

Uno podría reírse burlonamente de este chiste —como muchos lo han hecho a través de los siglos— pero, como observó G. K. Chesterton, el corazón de la persona más escéptica ha cambiado simplemente por haber escuchado este mensaje. Muchos creyentes cristianos a lo largo de los años se han reído con el deleite de este humor sagrado y nunca se han cansado de volver a escucharlo.