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Amigos, en el Evangelio de hoy los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos se acercan a Jesús y le preguntan: “¿Con qué autoridad haces estas cosas?”.

Los primeros testigos de Jesús quedaron asombrados por la autoridad de Su discurso y Sus obras. Esto no fue simplemente porque habló y actuó con convicción y entusiasmo; fue porque se negó a jugar el juego que todos los demás rabinos jugaban, conectando su autoridad finalmente hasta Moisés. Pasó, por así decirlo, por sobre la cabeza de Moisés, como lo hizo al comienzo del Sermón de la Montaña: “Habéis oído que se dijo . . . pero Yo les digo . . .”

Sus oyentes sabían que estaban frente a alguien cualitativamente diferente a cualquier otro de su tradición o experiencia religiosa. Estaban tratando con un profeta más grande que Moisés.

Y Jesús tenía que ser más que un simple profeta. ¿Por qué? Porque todos hemos sido heridos, de hecho, nuestro mundo entero lo ha sido, por una batalla que tiene lugar al nivel más fundamental de nuestra existencia. El resultado es la devastación del pecado, que todos conocemos demasiado bien. 

¿Quién podría ser el único en asumir y confrontar todo ello? ¿Una figura meramente humana? Difícilmente. Lo que se requiere es el poder y la autoridad del Creador mismo, decidido a rehacer y salvar su mundo, vendar sus heridas y repararlo.