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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús presenta a un niño como arquetipo para los discípulos que discutían sobre quién era el más importante. 

¿Cómo es esto? Los niños no saben cómo ocultar la verdad de sus reacciones. Ellos no han todavía aprendido a cómo impresionar a los otros. En esto, son como las estrellas o las flores o los animales, son lo que son, sin ambigüedades. Ellos están en consonancia con las intenciones más profundas de Dios para ellos. 

Los niños aún no han aprendido a mirarse a sí mismos. ¿Por qué un niño puede sumergirse con tanta ansiedad y completamente en lo que está haciendo? Porque puede perderse en sí mismo; porque no se está mirando, consciente de las reacciones, las expectativas, y la aprobación de los que le rodean. 

El problema es que, desde una edad muy temprana, aprendemos a no ser nosotros mismos, y esto es una función de la construcción humana y pecaminosa del ego. Nos convencemos de que la alegría sólo vendrá cuando lleguemos a ser como otra persona, sólo cuando recibimos el aplauso de la multitud, sólo cuando estamos a la altura de las expectativas de nuestro grupo, familia o sociedad. 

Esto crea una terrible parálisis del alma, que es el orgullo, el más mortal de los pecados mortales.