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Amigos, después que Jesús sana al ciego, en el Evangelio de hoy, le dice: “Ni siquiera entres en el pueblo”. 

La ceguera es una imagen bíblica para la falta de visión espiritual, la incapacidad de ver las cosas como son. Uno de los efectos de la caída fue una pérdida de la santidad —ver con los ojos de Cristo, apreciar al mundo como participación en la energía creativa de Dios. Todos los pecadores, en diversos grados, somos ciegos a esta metafísica de la creación y tendemos a ver el mundo desde el punto de vista de nuestro elevado ego. 

El origen de esta debilidad espiritual es pasar demasiado tiempo en el pueblo. Jesús, sanador y juez, saca de la ciudad a las personas ciegas y les da la vista, luego nos exige estrictamente que no regresemos a los caminos enceguecedores del pueblo. 

Los desafortunados habitantes de los pueblos debemos, por el poder de Cristo, ponernos en Su mente. Y luego vivir en una nueva ciudad, una comunidad de amor y justicia que es la Iglesia. Es la visión de esta ciudad la que efectivamente desafía (y juzga) el poder duradero de la sociedad enceguecedora.