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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús enseña que el mal viene de adentro. De nuestros corazones “provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino”. 

La Iglesia nos enseña que tales males son consecuencias del pecado original. La doctrina sostiene que hay algo fundamentalmente fuera de lugar en nosotros, que no todo está bien, que estamos descentrados, sesgados, confundidos. Los católicos no nos aferramos a una doctrina de depravación total, pero sí sostenemos que el pecado original se ha introducido en cada rincón y grieta de nuestras vidas: nuestras mentes, voluntades, deseos y pasiones, incluso nuestros propios cuerpos. 

Un siglo atrás G.K. Chesterton argumentó que el pecado original es la única doctrina para la cual existe evidencia empírica, porque podemos sentirla dentro de nosotros mismos y ver los efectos de ella en todas partes. 

Una de las señales de nuestra disfunción es que tendemos a celebrar a todas aquellas personas incorrectas y despreciar o menospreciar a las mejores personas. Presta mucha atención a las personas que no te gustan, a las que consideras desagradables; podrían decirte mucho acerca de tu propio estado espiritual.