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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús comienza el ministerio público y llama a los primeros discípulos.

Cuando Jesús emerge públicamente y comienza a predicar sobre el Reino de Dios, la gente entiende algo muy específico; que las tribus de Israel, que estaban dispersas por el pecado, se volverían a reunir. La esperanza israelita era que, en la era mesiánica, Israel se convertiría en una nación piadosa unida en torno a un culto común al Dios verdadero en el Templo del Monte Sión, y que un Israel unido se convertiría, a su vez, en un faro de luz para otras naciones del mundo. Toda la predicación y el ministerio de Jesús debe leerse bajo la rúbrica de una gran unión. 

Jesús reúne a su alrededor un grupo de apóstoles a quienes forma de acuerdo con la propia mente y corazón, y a quienes posteriormente envía en misión. Los sacerdotes, a lo largo de los siglos —desde San Agustín y Santo Tomás de Aquino, hasta San Francisco Xavier, John Henry Newman, y Juan Pablo II— son los descendientes de esos primeros amigos y aprendices del Señor. 

Han sido necesitados en todas las épocas, y son necesitados hoy, porque se debe proclamar el Reino de los Cielos, se debe servir a los pobres, se debe adorar a Dios y se deben administrar los sacramentos.