Amigos, escuchamos en el Evangelio de hoy que Jesús, mientras moría en la Cruz, miró a Su Madre y al discípulo a quien amaba, y le dijo a María: “Mujer, ahí está tu hijo”, y luego le dijo a Juan, “Ahí está tu madre”.
Se nos dice que “desde entonces el discípulo se la llevó a vivir con él”. Este texto apoya una antigua tradición en la cual el apóstol Juan habría llevado a María en su viaje a Éfeso en Asia Menor, y que ambos terminaron sus días en esa ciudad. De hecho, en la cima de una colina alta que domina el mar Egeo, a las afueras de Éfeso, hay una modesta vivienda que, según la tradición, es la casa de María.
María Inmaculada, Madre de Dios, asunta en cuerpo y alma al Cielo, no solo posee un interés meramente histórico o teórico, tampoco es simplemente un ejemplo espiritual. María, como “Reina de todos los santos” (otro de sus muchos títulos), es una presencia permanente, un actor en la vida de la Iglesia.
Al confiar María a Juan, Jesús estaba, en un sentido real, confiando María a todos aquellos que serían amigos de Jesús a lo largo de los siglos.