Salió a la luz, recientemente, el diario de un joven soldado norcoreano muerto en Ucrania. Lo que llamó más la atención fue la noticia de que él y sus desafortunados colegas estuvieron siendo utilizados, esencialmente, como cebo para los mortíferos drones que sobrevuelan los campos de batalla de ese asediado país. Lo que me resultó aun más triste fue, sin embargo, una verdad más personal que quedó al desnudo en las páginas de ese diario.
Al explicar por qué se había comprometido a luchar en la guerra de Rusia-Ucrania, decía, “Me coloqué el uniforme militar de la revolución con el objetivo de proteger al Supremo Comandante”, y “llevaré adelante incondicionalmente las órdenes del Supremo Comandante Kim Jong Un, incluso si eso me costara la vida”. Quiero dejar perfectamente en claro que no tengo nada en contra del patriotismo honesto o del amor apasionado por el propio país, y de ningún modo estoy cuestionando la sinceridad de este joven soldado. Sin embargo, lo que hallo trágico, es la estrechez del deseo de su corazón, ya que el joven soldado expresa su lealtad, no tanto a su país, sino a “el líder”. Y el líder en cuestión, sabemos, es un dictador ruin, violento y malvado. Nuevamente, no estoy echando culpas sobre el soldado. Él creció en una sociedad dramáticamente cerrada y se le ha inculcado desde muy pequeño que el valor supremo no es otro que Kim Jong Un. Pero es devastador para mí que todo ese idealismo, inteligencia, energía y emoción se hayan ordenado hacia ese patético fin.
Este es un caso extremo de un problema espiritual que es, ciertamente, de alcance universal. Es una convicción básica de la Biblia, que todo ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, posee un corazón que está orientado hacia Dios, tal que, como dice el salmista, “sólo en Dios descansa mi alma”. Es seguro que la caída ha oscurecido y comprometido ese deseo, pero permanece, a menudo de manera incipiente, presente y operativo dentro de cada persona. En cierto modo, el drama que define a toda vida humana es la tensión que se desarrolla dentro del corazón conflictuado, cuando lo que está propiamente ordenado al bien supremo se desvía ordenándose a cierto valor inferior. Cómo lo expresó San Agustín con admirable economía de palabras, los pecadores hemos “sustituido al Creador por una creatura”.
El corazón que se dirige a los bienes superficiales del mundo es como un árbol con raíces poco profundas en el desierto.
Buscamos la satisfacción más profunda en la riqueza, en el poder, en la política, en nuestras relaciones humanas, en nuestras familias, ciertamente en nuestras naciones. Pero estas cosas son, cuanto mucho, bienes relativos y no el bien supremo y, por lo tanto, en la medida en que los colocamos en el centro de nuestra preocupación, los convertimos en ídolos, falsos dioses, becerros de oro. El profeta Jeremías comprendió esta verdad desde sus entrañas. En el capítulo diecisiete de su libro, dice, “¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor! Él es como un matorral en la estepa . . .; habita en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhóspita”. El corazón que se dirige a los bienes superficiales del mundo es como un árbol con raíces poco profundas en el desierto. Por el otro lado, aquel cuyo corazón está ordenado al Señor, insiste Jeremías, es como “un árbol plantado al borde de las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente . . . no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto”.
Uno podría estar tentado de decir que estas son verdades espirituales elementales —y efectivamente lo son— pero son olvidadas todo el tiempo. Aunque la Biblia y mucha de la literatura mundial están repletas de recordatorios de que nada en el mundo finito satisface el dolorido corazón, sin embargo parece ser de que cada generación llega para creerse la mentira. Aunque nunca ha funcionado antes, de algún modo nos convencemos de que en esta oportunidad, si solamente obtenemos lo suficiente de los bienes del mundo, encontraremos la felicidad. Los sermones, exhortaciones, artículos como este pueden proporcionar un servicio hasta cierto punto, pero el argumento más poderoso en contra de la idolatría es el testimonio de una vida. Cuando vemos a alguien que vive como si finalmente sólo importara Dios, tendemos a captarlo. Y esta es una de las razones principales por las que la Iglesia, desde los comienzos, ha incentivado la vida consagrada, que significa para mí, una vida distinguida por la pobreza, la castidad y la obediencia, una vida que sólo cobra sentido si Dios existe. Es por este motivo que ha mantenido en alto a San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Antonio del Desierto, San Francisco de Asís, Santa Clara, Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Lisieux, Santa Edith Stein y tantos otros que han abrazado heroicamente la pobreza, la castidad y la obediencia a partir de una dedicación total a Cristo.
El próximo mes en mi diócesis, celebraré una Misa especialmente por las personas de vida consagrada. Parte del propósito de esa Misa es agradecer a esta buena gente por su dedicación, pero un propósito más profundo es hacer brillar una luz sobre ellos para que el mundo pueda verlos más claramente. Son como árboles con raíces muy profundas en el suelo, que llegan hasta las aguas que afloran a la vida eterna. Y son muchísimos los que, languideciendo en la tristeza de diversas formas de idolatría, necesitan ver que una vida como la de ellos es posible.