Como algunos de ustedes quizás sepan, estuve en Roma a principios de este mes, ofreciendo comentarios para diversas cadenas de noticias que cubrían el cónclave papal. ¡Fueron siete días fascinantes, agotadores y emocionantes! Y culminaron, para asombro de todos, con la elección de un papa procedente de Norteamérica, concretamente de mi propia ciudad natal, Chicago.
Como me desplazaba de una cadena a otra, pasé mucho tiempo recorriendo Roma, yendo de un lugar a otro. En ese ir y venir, pasé junto a muchos de los monumentos del antiguo imperio. Pasé por el Largo Argentina, donde asesinaron a Julio César en el año 44 a.C. Divisé el Circo Máximo, donde se celebraban regularmente juegos y carreras de cuadrigas cuando Roma estaba en la cúspide de su poder. Justo encima del Circo Máximo, encaramado en la colina Palatina, vi los restos del palacio del emperador. Y justo al este de la colina Palatina vi, extendido ante mí, el Foro Romano, desde donde se gobernaba el vasto imperio de los Césares. A menudo, durante mis desplazamientos por la ciudad, observé, al fondo del foro, el gran Coliseo, donde tenían lugar los juegos de gladiadores, y que sirvió de modelo para prácticamente todos los estadios del mundo occidental. Es sencillamente imposible contemplar todo esto y no maravillarse ante la grandeza que tuvo el Imperio Romano.
Hacia el año 60, cuando Roma dominaba todo el Mediterráneo y sus ejércitos sembraban el terror en millones de corazones, un pescador de mediana edad de Cafarnaúm, en Galilea, llamado Simón Bar-Jonás, emprendió su camino hacia la gran ciudad. Este hombre había conocido a Jesús de Nazaret, quien le dio el apodo de “Pedro” o “Roca”. Y vino a Roma para anunciar al mundo que su amigo, a quien el gobernador romano había crucificado brutalmente, había resucitado de entre los muertos. Este mensaje resultó tan molesto para las autoridades que, hacia el año 64, arrestaron a Pedro y lo llevaron al Circo de Nerón, situado fuera de la ciudad, al oeste del río Tíber. Allí lo crucificaron cabeza abajo, y cuando terminaron su cruel labor, lo descolgaron y arrastraron su cuerpo hasta un cementerio contiguo, en la colina Vaticana, donde lo enterraron. Cualquiera que hubiese presenciado aquella escena habría predicho con seguridad que aquel pobre hombre sería olvidado para siempre y que el movimiento que defendía sería eliminado pronto por la implacable maquinaria romana.
“Tú eres la piedra sobre la que edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
Pero ¿dónde está el Imperio Romano? Respuesta: En ninguna parte, reducido a polvo. ¿Dónde está el sucesor de Nerón? Respuesta: No existe. ¿Y qué hay del Foro, del Coliseo, del Circo Máximo y del palacio imperial en la colina Palatina? Respuesta: Todos en ruinas. ¿Y dónde está el imperio del pescador galileo enterrado en la colina Vaticana? En todas partes del mundo, de oriente a occidente, de norte a sur. ¿Y dónde está el sucesor de Pedro? Pues bien, yo lo vi con mis propios ojos salir al balcón principal de la inmensa basílica que señala el lugar del sepulcro de Pedro. Su nombre es León XIV, y es el sucesor número 266 en una línea ininterrumpida que comienza con Simón Bar-Jonás. El amigo nazareno de Simón, luego de darle aquel sobrenombre tan particular, le dijo: “Tú eres la piedra sobre la que edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Los enemigos de Roma prevalecieron sobre ella hace muchos siglos, pero es un hecho empíricamente verificable que los enemigos de la Iglesia, a pesar de sus máximos esfuerzos, no han conseguido derribarla.
A comienzos del siglo V, Agustín, obispo de la ciudad norafricana de Hipona, escribió un tratado titulado La Ciudad de Dios. El argumento central de esa extensa y compleja obra es que el orden romano, basado en la violencia y en el afán de dominio, no podía perdurar mucho tiempo, y que el orden del Reino de Cristo, basado en el perdón, la compasión y la no violencia, duraría hasta el regreso del Señor. Y a partir de esa observación, Agustín planteó una pregunta sencilla pero profunda a sus lectores: ¿De qué ciudad quieren ser ciudadanos? ¿A qué rey se decidirán a seguir? Mi reciente estancia en Roma, que trajo a mi mente con tanta vitalidad el reino del César y el Reino de Cristo, me obliga a confrontar esas mismas preguntas.
¡Papa León XIV, ad multos annos!