Ha muerto uno de los clérigos más relevantes de los últimos cien años. El Papa Benedicto XVI (anteriormente Joseph Ratzinger) deja un legado extraordinario tanto a la Iglesia a la que sirvió como a toda la sociedad. Escarnecido a menudo por sus oponentes como un conservador recalcitrante, fue de hecho uno de las figuras más equilibradas, matizadas y estabilizantes dentro del ámbito Católico.
El evento de su vida que lo caracteriza fue el Concilio Vaticano II, la reunión de obispos y teólogos desde 1962 a 1965 que tuvo lugar en la Iglesia Católica en una conversación renovada con el mundo contemporáneo. Aunque tenía solo treinta y cinco cuando fue elegido para ser asesor teológico de uno de los destacados cardenales alemanes, Ratzinger demostró ser un actor relevante en el Vaticano II, contribuyendo a la composición de muchos de sus documentos principales y explicando su enseñanza a toda la cultura. En el concilio mismo, demostró su antagonismo a aquellas fuerzas conservadoras que resistían la renovación que prefería la mayoría de los obispos. Una de las mayores ironías de su vida es que, en el despertar del Vaticano II, se situó en contra de los progresistas que querían presionar más allá de los documentos del concilio y comprometer la integridad del Catolicismo. Así, el “liberal” del Concilio se convirtió en “conservador” de los años post conciliares, incluso cuando, según su propio juicio, sus opiniones nunca cambiaron.
Alguien con ideas afines fue el Cardenal Arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, quien, luego de ser elegido Papa Juan Pablo II, eligió a Ratzinger para ser el jefe de su oficina de doctrina. Como cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger pasó veinticinco años articulando la enseñanza del Vaticano II y defendiéndola contra sus críticos tanto de la izquierda como de la derecha. Su elección como Papa Benedicto XVI en 2005, a continuación de la muerte de Juan Pablo II, fue en gran medida consecuencia de que se lo percibía como un equilibrado del Concilio.
Es obvio que Ratzinger, como sacerdote, obispo, teólogo y papa fue un hombre de fe. Pero es tal vez igualmente importante destacar que fue uno de los grandes defensores de la razón en el escenario mundial. En un tiempo en que muchos representantes de la cultura secular cuestionaban nuestra capacidad de conocer algo como verdadero, Ratzinger se opuso a lo que llamó “la dictadura del relativismo”. Afirmó, en consonancia con la gran tradición Católica, que ciertas verdades —morales, intelectuales y estéticas— pueden ser conocidas y su conocimiento de hecho sirve para unir a la gente a través de las divisiones religiosas y culturales. Este fue precisamente el tema de su controvertido Discurso de Ratisbona en 2006. La creencia Cristiana de que Jesús es el “Logos” o la palabra construye efectivamente un puente entre el Cristianismo y toda religión, filosofía o ciencia que trate con la verdad y realice afirmaciones “lógicas”. En consonancia con esta intuición, Ratzinger captó la atención de los más destacados ateístas y filósofos escépticos de su tiempo.
Me referí anteriormente a su reputación en ciertos círculos como el Panzerkardinal (el Cardenal tanque), un reaccionario inflexible, incluso cruel. Aquellos que conocían a Joseph Ratzinger personalmente sólo podían sacudir sus cabezas ante tamaña caracterización. Porque de hecho era un académico agradable, muy amable, de voz suave, cuyo don particular era el hallazgo de una base común. Los miles de obispos que llegaban a Roma para sus visitas ad limina durante los años de Ratzinger como prefecto, quedaban típicamente impresionados por su extraordinaria capacidad de escucha de todas las perspectivas para luego encontrar una síntesis esclarecedora. Sus amigos dicen que luego de un largo día de trabajo durante los años de Juan Pablo II, Ratzinger adoraba visitar alguna de las librerías cerca del Vaticano, encontrar el último libro de teología, y dirigirse a un rincón tranquilo de algún restaurant cercano y cenar solo (su plato favorito era cacio e pepe) mientras absorbía el texto. No puedo dejar de pensar que los últimos diez años, ocupados en un calmo retiro en los jardines Vaticanos, representaron el camino que realmente quiso vivir toda su vida.
Cuando estuve en Roma como académico invitado durante la primavera de 2007, me empeñé en atender las audiencias generales del Papa Benedicto los miércoles en la Plaza de San Pedro. Ante una considerable multitud, el Papa daba una clase sobre algún aspecto de la fe o sobre alguno de los grandes teólogos de la tradición Católica. Su extraordinario conocimiento, erudición y dominio de idiomas quedaban en clara exhibición. Pero lo que siempre me impresionaba más, era su amor por Cristo. El Papa Benedicto decía que el Cristianismo no es una ideología ni una filosofía, sino una relación con una persona, con el Jesucristo viviente. En su comportamiento, su mirada, su tono de voz, y sus modales, pude sentir que creía esto, y más aún, que lo vivía.
Gracias Papa Benedicto, por las miles de formas en que ha bendecido a la Iglesia. Y que Dios le conceda su paz.