Uno de los momentos más satisfactorios en mis dos años como obispo de la Diócesis de Winona-Rochester fue la dedicación y consagración de la preciosa capilla de nuestra oficina diocesana. Al describir lo que sucedió ese día, quiero, por supuesto, atraer la atención sobre nuestra capilla particular, pero quiero también echar luz sobre la naturaleza de todos los edificios de las iglesias Católicas.
Los festejos comenzaron con una procesión desde la capilla de la Escuela Secundaria Lourdes situada enfrente. Un gran grupo de nosotros caminamos solemnemente a nuestro destino, entonando Salmos e himnos. Al hacerlo, estábamos imitando conscientemente a nuestros lejanos predecesores en la fe, que realizaban, de una manera similar, su travesía hasta Jerusalén y el santo templo. De hecho, estábamos cantando algunos de los mismos Salmos que aquellos peregrinos de hace tanto tiempo habrían entonado. El propósito de la procesión fue destacar que incluso nuestra comparativamente pequeña capilla en Rochester, Minnesota, está destinada a ser una repetición del templo de Jerusalén —es decir, un lugar de encuentro privilegiado entre Dios y su pueblo. Podría profundizar en el concepto y decir que el antiguo templo era visto como el lugar mismo en el que habitaba Dios sobre la tierra —y esta es la visión Católica de una iglesia en la que se reserva el Santísimo Sacramento.
Una vez que entramos en la capilla, comenzamos la celebración de la Misa para la Dedicación de una Iglesia, que es una de las liturgias más complejas y solemnes del rito romano. Permítanme centrarme en la consagración del altar. De acuerdo con el simbolismo litúrgico, el altar en una iglesia Católica, representa a Cristo mismo, y por lo tanto es adecuado que lo bauticemos, tal como el Señor fue bautizado por Juan. Así que rocié generosamente nuestro nuevo altar con agua bendita. Y ya que Jesús fue ungido antes de su sepultura, es apropiado que unjamos el altar en el que se re-presenta el sacrificio de la cruz. Por consiguiente, unté las cuatro esquinas y el centro del altar con el santo crisma, y luego, después de haber enrollado cuidadosamente la manga de mi alba, unté con aceite toda la superficie.
Luego de estos dos signos, se acercó un brasero lleno de brasas ardientes y fue colocado sobre el altar bautizado y ungido. Cubrí las brasas con una copiosa cantidad de incienso y luego, todos nosotros, durante los siguientes minutos, observamos cómo el dulce aroma del humo cubrió el lugar. Esta incensación extraordinaria tiene por objeto rememorar dos cosas. Primero, de acuerdo con el primer libro de los Reyes, luego de que los sacerdotes dedicaron el templo en Jerusalén, el lugar fue cubierto con un humo espeso, señalando la presencia del Señor. Segundo, a lo largo de los siglos de su existencia, el humo ascendía continuamente desde el templo, ya que se ofrecían sacrificios todo el día. La crucifixión de Jesús fue valorada como la suma total de aquellos ofrecimientos, el holocausto inmenso y definitivo por el que se re-establece la justicia de Dios. Por tanto, el brasero humeante sobre nuestro altar expresa el sacrificio de la Misa que será ofrecido allí en perpetuidad. Me gustaría realizar una observación final en referencia al altar. En un punto de la ceremonia, ministros levantaron la mesa y pusieron silenciosamente reliquias de tres santos: el Hermano James Miller, un mártir del siglo XX de nuestra propia diócesis; la Madre Cabrini, la primera ciudadana norteamericana que fue canonizada; y Tomás de Aquino, el gran santo de la Iglesia universal. Esto corresponde a una antigua práctica en la cual los santos que han unido sus vidas al sacrificio de Cristo son asociados literalmente con el altar del sacrificio.
Quisiera llamar la atención también sobre ciertas características particulares de nuestra capilla del obispado. Como muchos de ustedes saben, soy un devoto de los rosetones. Por ello insistí en que a la capilla la distinguiera un hermoso rosetón, y mi amigo Matt McNicholas, un arquitecto Católico de Chicago, lo diseñó para la ocasión. En el centro del motivo está el Espíritu Santo, ese poder del cual fluye toda la vida en nuestra diócesis, y rodeando a la imagen del Espíritu hay representaciones de las virtudes que espero distingan a todos aquellos que trabajan en nuestras oficinas centrales: diligencia, templanza, castidad, justicia, amor, etc. Acompañando a las imágenes de las virtudes hay representaciones maravillosas de diferentes expresiones de la naturaleza en nuestra diócesis. Así, tenemos a un pavo, un faisán, una trucha, un bisonte, un copo de nieve (por supuesto) y un río —sin mencionar al tornado que condujo a la formación de la Clínica Mayo. Tenemos también interpretaciones de la pipa de la paz (representando a Pipestone en el extremo occidental de nuestra diócesis) y Sugarloaf (de pie por Winona en el extremo oriental). La idea es que todo esto —flora, fauna y elementos naturales— situados dentro de la gloria del rosetón, representan la elevación de nuestra diócesis a la gloria del Reino de Dios.
Y mientras sus ojos recorren el decorado de la capilla, son prendados por el intrincado decorado y tracería de las paredes y techo. Esta hermosa complejidad tiene por objeto representar la armoniosa reunión de todos los elementos de la creación, cuando se complete la obra redentora de Dios. Cuando uno entra a una iglesia Católica, no está tanto saliendo del mundo hacia el cielo, cuanto está ingresando a “un nuevo cielo y una nueva tierra”, una creación transfigurada y perfeccionada.
Podría ofrecerles, como conclusión, una cálida invitación a todas las personas de nuestra diócesis —y ciertamente más allá de nuestra diócesis— para que vengan a la capilla diocesana. Creo que logrará elevar sus almas.