Amigos, en el Evangelio de hoy los judíos le piden una señal a Jesús, y entonces despreocupadamente les dice: “Destruid este Templo y en tres días lo levantaré”. Una de las afirmaciones más sorprendentes que Jesús hizo sobre Sí mismo fue que el pueblo de Israel debería acudir a Él en busca de los bienes para los cuales antes acudían al Templo: perdón, enseñanza y curación. Y confirma esta identificación cuando hace esta declaración después de limpiar el Templo de los cambistas.
Los que allí estaban comentaban lo absurdo de esta afirmación y le recordaban que la construcción de la versión herodiana del lugar sagrado había llevado cuarenta y seis años. El autor del Evangelio aporta una glosa indispensable: “Pero Él se refería al Templo de Su Cuerpo”. En una palabra, Jesús mismo es ese “lugar” muy particular donde el Dios de Israel, que no puede ser contenido por todo el universo, se dignó habitar de manera única e irrepetible.
El Templo conocido por Jesús y sus seguidores sería destruido apenas cuarenta años después de la época de Cristo. Pero el Templo del Cuerpo de Jesús, la Iglesia, perdurará para siempre.