Amigos, nuestro Evangelio de hoy desarrolla las condiciones de Jesús para el discipulado. Para todos nosotros pecadores, en diferentes grados, nuestras propias vidas se han convertido en dios. Esto es decir que, vemos girar al universo alrededor de nuestro ego, nuestras necesidades, nuestros proyectos, nuestros planes y nuestros gustos y aversiones. La verdadera conversión —la metanoia de la que habla Jesús— es mucho más que una reforma moral, aunque la incluye. Tiene que ver con un desplazamiento entero de la percepción, una completa forma de mirar nuestra propia vida.
Jesús ofreció una enseñanza que debe haber sido devastadora para su audiencia del siglo primero: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”. Los que lo escuchaban sabían lo que significaba la cruz: una muerte en absoluta agonía, desnudez y humillación. No pensaban en la cruz automáticamente en términos religiosos tal cual lo hacemos nosotros. La conocían en todo su espantoso poder.
A menos que crucifiquen su ego, no podrán ser mis seguidores, dice Jesús. Esta jugada —esta terrible jugada— tiene que ser fundacional en la vida espiritual.