Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús alaba la generosidad de una viuda pobre. Sabemos que tal generosidad toma como modelo el dar de Dios que derrocha y llena de gracias en tal entrega.
El cristianismo enseña que todas las personas son pecadoras y, por lo tanto, merecen una pena, pero que Dios, por pura generosidad, les da lo que no se merecen. Piensen en aquellas estrofas de una de las más populares poesías cristianas: “Gracia asombrosa, cuán dulce el sonido ¡Que salvó a un desgraciado como yo!”.
Dios derrama toda la creación en un acto efervescente de generosidad, y luego, y aún más sorprendentemente, atrae a sus criaturas humanas, a través de Cristo, a la intimidad de la amistad con Él. El cristianismo es una religión de gracia que se regocija en tal generosidad divina. Piensen dentro de este contexto en la parábola de los trabajadores contratados en diferentes momentos del día o en la historia del hijo pródigo.
Pero sabemos que el regalo no es solo para nosotros, más bien, la generosidad de Dios está destinada a despertar una generosidad similar en nosotros. Si la gracia asombrosa ha salvado a un desgraciado como yo, tengo que convertirme en vehículo de gracia para cada alma perdida que me rodea.