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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús muestra su poder milagroso para sanar a los enfermos y resucitar a los muertos. Él cura a una mujer que venía sufriendo de hemorragias por doce años. Ella había aparecido por detrás y tocado la borla de Su manto. También es Jesús quien toma la mano de la hija del funcionario y la levanta del sueño de la muerte.

El cristianismo es, ante todo, una religión de lo concreto y no de lo abstracto. Toma su poder, no de una conciencia religiosa general, no de una convicción ética, no de una abstracción cómoda, sino de la persona de Jesucristo.

Es Cristo —en su inflexible llamado al arrepentimiento, sus gestos inolvidables de curación, su praxis de perdón única e inquietante, su provocativa actitud de no violencia, y especialmente su traspaso de una muerte abandonado por Dios hasta una Resurrección que irradia shalom— quien moviliza al creyente a un cambio de vida y a dar de sí mismo.

Y es este único Cristo —representado claramente en la poesía de Dante, los frescos de Miguel Ángel, los sermones de Agustín, los vitrales de la Sainte Chapelle, y la danza sagrada de la liturgia— quien habla de modo transformativo a los corazones y almas de todo el mundo a través de los siglos cristianos.