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Amigos, en nuestro Evangelio del primer domingo de Cuaresma, Lucas nos trae la historia de las tentaciones en el desierto. En cada momento en los Evangelios, estamos llamados a identificarnos con Jesús. Dios se hizo hombre para que el hombre se convierta en Dios. Participamos en Él y, de ese modo, aprendemos cómo es una vida piadosa.

Jesús acaba de ser bautizado; acaba de aprender su más profunda identidad y misión. Y ahora enfrenta —como debemos hacerlo todos nosotros— las grandes tentaciones. ¿Qué es precisamente lo que implica ser el Hijo amado de Dios?

Primero, el tentador lo incita a usar su poder divino para satisfacer sus deseos corporales, que Jesús ignora con una palabra. Habiendo fallado en su primer intento, el diablo cambia a la que tal vez sea la mayor tentación de todas: el poder. El poder es extremadamente seductor. Muchos con gusto evitarían las cosas materiales, la atención o la fama para conseguirlo. La gran respuesta de Jesús en el relato de Mateo es “¡Aléjate, Satanás!”. Buscar el poder es servir a Satanás —es lo que afirma sin rodeos.

Por último, el diablo juega un juego más sutil —tienta a Jesús con manipular a su Padre, animándolo a saltar desde el templo y permitir que los ángeles lo salven. Es la tentación que enfrentaron Adán y Eva en el jardín: decidir cómo y cuándo actuará Dios.