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Amigos, en nuestro Evangelio de hoy, Jesús nos dice que el Reino de los Cielos pertenece a aquellos que son como niños. ¿Por qué? Por empezar, los niños no saben cómo disimular, como ser de un modo y actuar de otro. Son lo que son; actúan de acuerdo con su naturaleza más profunda. La frase “Los niños dicen las cosas más sorprendentes” es porque ellos no saben cómo ocultar la realidad de sus reacciones.

En esto, ellos son como las estrellas, las flores o los animales, son lo que son, inequívocamente, sin complicaciones. Son de acuerdo con lo que Dios ha deseado para ellos más profundamente.

O, dicho de otro modo, ellos todavía no han aprendido a cómo mirarse a sí mismos. ¿Por qué puede un niño sumergirse en lo que está haciendo, con tanto entusiasmo y completamente? ¿Por qué puede encontrar alegría en las cosas más simples, como empujar un tren en círculo sobre las vías o ver un video una y otra vez, o patear la pelota de un lado a otro? Porque no está mirándose a sí mismo, porque puede olvidarse de él, no estar consciente acerca de las reacciones de otros, de sus expectativas, de su aprobación.

Tengamos en cuenta que parecerse a un niño no tiene nada que ver con ser poco sofisticado, mediocre, o infantil. Santo Tomás de Aquino fue uno de los más dotados hombres que jamás haya vivido, uno de los más grandes intelectuales en la historia de la Iglesia, una de las mentes más sutiles en la historia de Occidente. Sin embargo, las palabras que se usaban una y otra vez para describirlo eran “inocente” y “parecido a un niño”.

Ser parecido a un niño tiene que ver con enraizarse en aquello que Dios quiere que seamos. Santo Tomás de Aquino nació para ser teólogo y escritor, nada lo apartaría de ese rayo de luz: ni las críticas de sus enemigos, ni los halagos de sus superiores religiosos, ni las tentaciones de convertirse en obispo. Él fue y permaneció siendo quien Dios quería que fuera, y así fue como una gran montaña o una flor o, ciertamente, un niño.